En El mundo de la ortografía, de Martín Quintana (2004), se cita un
texto breve y cautivante de Gabriel García Márquez en donde relata una anécdota
ocurrida con su abuelo y su diccionario.
Busqué en el libro del
autor peruano la fuente de donde se tomó aquel fragmento de Gabo, pero no se hacía
mención de ello en ninguna parte ni siquiera en la bibliografía (de la que se
había prescindido, por cierto).
Por las características
del texto citado, deducía que no correspondía a ninguna de las novelas ni
cuentos del escritor colombiano. Como no quería quedarme con la duda, utilicé
el buscador de Google y escribí en la caja las primeras seis palabras del texto
en mención entrecomillándolas.
Y encontré lo que buscaba.
En la plataforma de Página 12, de
Argentina, se informaba que dicho
texto formaba parte del prólogo de Clave.
Diccionario de uso del español actual, de la editorial SM, aunque se omitía mencionar el año de
publicación de aquel libro de consulta (véase: https://goo.gl/zd8t5F).
Otra vez me puse a
indagar en el buscador de Google, escribiendo el nombre completo del
diccionario, e hice clic en la pestaña «imagen». Allí aparecen las portadas del
libro en sus diferentes ediciones, pero a mí me interesaba llegar a la primera
edición y esa no aparecía en las páginas que abría, o no se mencionaba ese
dato, o se exhibían ediciones posteriores.
Así que me fui a la pestaña
«todo», y el primer enlace me llevaba al diccionario Clave en línea, el cual era de acceso gratuito (véase: https://goo.gl/czLvgR), aunque con algunas restricciones
que no tenían los que adquirían la edición impresa del diccionario del 2012,
empleando un código que figura en su interior.
El segundo enlace me
llevó al artículo «El español actual en el diccionario de uso Clave: registros y criterios para la
recopilación de entradas, acepciones y ejemplos», de Ana Lourdes de Hériz Ramón (véase:
https://goo.gl/Ko6cUU), en donde recién
pude encontrar el dato que buscaba: la primera edición de Clave es del año 1996.
Voy a reproducir la
anécdota de Gabo con el diccionario de su abuelo:
Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel me llevó
a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El que más
me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado con una
expresión de madre espantosa. «Es un camello», me dijo el abuelo. Alguien que
estaba cerca le salió al paso. «Perdón, coronel», le dijo. «Es un dromedario».
Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de que alguien lo hubiera
corregido en presencia del nieto, pero lo superó con una pregunta digna:
—¿Cuál
es la diferencia?
—No
la sé —le dijo el otro—, pero éste es un dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo,
pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar tiros
en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la
escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de
conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me
llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un
librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil,
asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un
dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:
—Este
libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de
cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas
colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. «Esto quiere
decir —dijo mi abuelo— que los diccionarios tienen que sostener el mundo». Yo no sabía leer ni
escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos
mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me
había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grande. Fue
como asomarme al mundo entero por primera vez.
—¿Cuántas
palabras habrá? —pregunté.
—Todas
—dijo el abuelo (2004: 10 y 11).
El prólogo de Gabo
es más largo y es reproducido completo por Página 12 (véase: https://goo.gl/zd8t5F), pero no se hace en él
ninguna valoración crítica directa y no generalizada al diccionario Clave, como pasaré a demostrarlo.
Después de hablar de su abuelo y el
diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE), el autor de Cien años de soledad refiere otra
anécdota sobre los dibujos que hacía de niño (cuando aún no sabía leer ni
escribir) acerca de todo aquello que lo impresionaba y de cómo el diccionario
le despertó la curiosidad por las palabras.
Luego menciona Gabo que empleaba el diccionario de la
lengua como un «juguete para toda la vida» y no como un «libro de estudio», y
que aquello empezó con un rastreo del significado de la palabra «amarillo» en
ese y otros libros de consulta como el Larousse, Vox, el Diccionario de autoridades, de 1726, y el compuesto por Sebastián
de Covarrubias en 1611.
Tales escrutinios lo llevaron a percatarse de que esos
«diccionarios rupestres» intentaban atrapar una dimensión subjetiva en el
significado de las palabras, y eso le da pie para mencionar una anécdota con el
Che Guevara [sí, aquel argentino que fusilaba a sus víctimas en Cuba, durante
la revolución, sin dar garantías procesales a nadie, según lo relata Fernando
Díaz Villanueva en su libro Vida y
mentira de Ernesto Che Guevara (2017, ver capítulo 4)], sobre la que no
vale la pena explayarse.
A continuación, menciona la admirable empresa de María
Moliner (para Gabo una «mujer de fábula») de armar sola un diccionario de uso del
español en las horas libres que le dejaba su empleo de bibliotecaria. Un
diccionario que se asemeja al que el Nobel de Literatura está prologando. Y con
esas líneas concluye el texto en mención.
Y, efectivamente, Gabo no hace en todo el recuento que
he mencionado ninguna valoración crítica al diccionario Clave porque seguramente no tuvo tiempo de revisarlo con
detenimiento, aunque fue, eso sí, una oportunidad excepcional para que nos
obsequiara con ese delicioso aperitivo que resultó su experiencia con el diccionario
de su abuelo.
Ana Lourdes de Hériz Ramón sí hace una valoración del
diccionario Clave, luego de revisar
minuciosamente el «grupo de palabras que empiezan por a, como botón de muestra de todo el diccionario», en los siguientes términos: «… reconocemos grandes méritos a los diccionarios de uso
actualmente en el mercado y a Clave concretamente»
(véase: https://goo.gl/Ko6cUU).
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___________________
Nota: La caricatura de
García Márquez, de Pancho Cajas, al inicio de esta entrada, se ha tomado de la
siguiente dirección electrónica: https://goo.gl/5pzjLt
Bibliografía
DE HÉRIZ
RAMON, Ana Lourdes. «El español actual en el diccionario de uso Clave: registros y criterios para la
recopilación de entradas, acepciones y ejemplos». Centro Virtual Cervantes. España, s/f. Consultado el 30 de
noviembre del 2018 en https://goo.gl/Ko6cUU
GARCÍA
MÁRQUEZ, Gabriel. «De qué hablamos cuando hablamos de hablar». Página 12. Argentina, s/f. Consultado el
30 de noviembre del 2018 en https://goo.gl/zd8t5F
QUINTANA, Martín.
El mundo de la ortografía. Lima, Perú:
MQ Ediciones, 2004.
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