martes, 21 de abril de 2020

LOS ESCRITORES EN LA ESCUELA


DAGNINO, Julio.
Lima: Casa de la Literatura Peruana, 2.a ed., 2019.

No abundan las compilaciones de textos de autores varios sobre la escuela, debido a ello, esa sola razón ya convierte a este impreso en un gran acierto. 

El libro está compuesto de catorce relatos autobiográficos escritos entre 1982 y 1995 para la revista Autoeducación. De esos catorce, solo uno de ellos expone una memoria escolar en el rol de alumno y docente («Discípulo y maestro», de Jorge Eslava), el resto se circunscribe al rol de alumno.

Ello se debe también en parte a que no todos los autores han sido docentes de escuela, y lo han sido más bien, en su mayor parte, de universidades. A otros, en cambio, no les provocaba hablar de ello, al parecer, o no les pareció importante hacerlo. 

Son dos los textos que más me gustaron: «Sin ira y con nostalgia (mi colegio, etcétera)», de José Watanabe, y «Compañero inseparable de mis primeras letras», de Luis Urteaga Cabrera. 

El primero, porque relata de forma muy amena la historia de un hacendado que hizo un pacto con el diablo para ser dueño de la mayor parte del pueblo de Laredo, allá en Trujillo. Aunque, luego, sus propiedades las comprarían los Gildemeister, y en la casa del hacendado se haría la escuela de Laredo donde estudió José Watanabe. El escritor cuenta ello en las siguientes líneas: 

La casa de campo del dueño de Laredo, don José Ignacio Chopitea, estaba a kilómetro y medio del pueblo, al final de una polvorienta avenida que se abría entre cañaverales. […]. La casa tenía dos plantas y dos torres puntiagudas. Era de adobe, aunque en su revestimiento simulaba ser de ladrillos rojos; las torres eran de madera. Cerca había una pequeña ranchería de peones y sirvientes, un molino de viento y una huerta de cerezas. […].
Dicen que cuando don José Ignacio, que había muerto en Lima, regresaba a Laredo en tren y con bandera de luto, el demonio lo esperaba impaciente en esa casa vacía. A través de las ventanas los sirvientes vieron su silueta fosforescente sentada en un sillón. Hasta él llegó don José Ignacio cuando el pueblo estaba recibiendo su cadáver lejos de allí, en la Alameda de la Contrata. Llegó pálido y resignado a pagar con su alma los favores del demonio, a cumplir el pacto que lo había convertido en el mayor hacendado del valle.
Algunos años después, las tierras de Laredo fueron compradas por los Gildemeiester [sic; …]. La escenografía de cortinajes y sillas de Viena de la antigua burguesía agraria fue desmontada por estos alemanes que habían venido a modernizar. La casa de campo de don José Ignacio Chopitea pasó a ser colegio. Ese fue mi colegio (2019: 48 y 49). 

El segundo texto me gustó porque Luis Urteaga Cabrera narra sin rubor lo que le ocurrió con el burro, propiedad de su profesor. Y él era feliz con el burro y amaba esos momentos, según lo relata en la siguiente cita: 

El alumno que no supiera repetir algún pasaje de la mitología griega y latina, se hacía acreedor a cargar de leña al burro, conducirlo por las calles del pueblo y ofrecerla a grito pelado a los posibles compradores. Todos los alumnos odiaban esta tarea debido al inmerecido desprestigio social de que gozaba el burro. Yo lo amaba. Y debido a mi aversión incurable por el latín y los guerreros griegos, era su acompañante más frecuente por las calles del pueblo y las caminatas eran una especie de celebración. Imaginaba a mi amigo provisto de ala, como el caballo de la mitología griega, repartiendo leña por el mundo entero (2019: 109). 

Otros dos textos sobre memorias escolares que también me llegaron a gustar son los siguientes: «Mi niñez en la escuela», de Cronwell Jara, y «Evocación», de Marcos Martos. 

En el primer texto, el resentimiento del autor a la profesora Chipoca, quien trataba mal a los alumnos y también lo castigó a él a pesar de haber respondido bien una pregunta, se deja percibir muy claramente; y más amable se muestra el escritor con la profesora Gloria con quien aprendió sus primeras letras:

Cuando llegué a Lima debido a una solicitud de cambio de mi padre al Hospital Mogrovejo, las nuevas clases de las primeras letras nos las daba a mis hermanos y a mí Gloria Pizarro, la hija de don Víctor Pizarro, el dueño de los humildes cuartos del callejón adonde llegamos a vivir, en la urbanización Ciudad y Campo, en el Rímac. Gloria era profesora, profesional y eficiente, además de hermosa; había organizado una especie de escuelita, a la vez que jardín, en la sala de su misma casa, y fue la primera vez que me vi con muchos compañeros y compañeras.  Recuerdo que la profesora Gloria organizaba actuaciones y que todos participábamos en algo; unos recitaban poesías, otros hacían de actores, y mi hermano menor Armando y yo salíamos a cantar rancheras mexicanas completamente vestidos de charros, incluso con pistolas a la cintura; […]. La profesora Gloria, dije, era profesional y eficiente, cierto, pero además era maternal y proporcionaba ternura. Nunca nos trató mal, jamás nos dio ejemplares castigos. Y ciertamente con sus buenos tratos, logré aprender regularmente las primeras letras. Fue el año en que cumplía cinco (2019: 62). 

En el texto de Marcos Martos, se puede apreciar cómo el autor vivió una infancia feliz, y ello se puede percibir en su discurso, a pesar de que también pasó un mal momento en el colegio La Salle de Piura (de donde pasó al San Miguel, en donde no tuvo ese tipo de inconvenientes), que cito:  

… El colegio Salesiano de Piura tenía entonces aspectos sombríos que, según ahora me doy cuenta, tienen que ver con una educación mal planificada, más que con la bondad o maldad de las personas, profesores, sacerdotes, encargados de la educación y la disciplina. Nos hemos acostumbrado a escuchar que en otros tiempos había palmeta escolar y ahora mismo oigo decir a personas que apenas si sobrepasan los veinte años que en sus tiempos había palmeta. La conclusión es que hasta ahora en el Perú no se erradicaba ese tenebroso método. Los profesores del colegio Salesiano de Piura en los años cincuenta daban palmeta, ¡y de qué modo! Lo peor es que no interesaba la índole de la falta; sin duda éramos bullosos, andábamos con los dedos manchados de tinta, no hacíamos siempre las interminables tareas, pero nuestros profesores eran ásperos y a veces crueles. Nos colocaban en fila mirando la pared mientras seguía la clase solo para aplicados y sobones. De pronto el favorito de la clase, venía con una regla inmensa y arremetía contra nuestras canillas; el pantalón corto que llevábamos ayudaba mucho al sadismo de este alumno a quien marginábamos de nuestros juegos (2019: 73 y 74).  

Hay otros cinco textos algo menos vistosos a los ya mencionados, que son los siguientes: «Orfandad en el internado», de Gustavo Valcárcel (en donde el autor cuenta cómo los estudiantes becados del Colegio Salesiano de Lima pasaron a «engrosar la casta de los parias» después de que «Sánchez Cerro diera su golpe de Estado de agosto de 1930 contra Augusto B. Leguía»; un texto que deja percibir su ideología de izquierda [2019: 55]); «La vieja casa y sus fantasmas», de Magda Portal (en donde la autora recuerda cómo una profesora del colegio de señoritas  le requisaba sus cuadernos porque estaba prohibido escribir versos en clase [2019: 70]); «Donde se inventó la palabra acariciar», de Pedro Escribano (en donde el autor cuenta cómo aprendió a leer y escribir antes de ir al colegio [2019: 82]; este texto desentona del resto por el empleo de un lenguaje brusco por momentos); «Bajo mi carpeta, escondida», de Rosina Valcárcel (en donde la autora cuenta su experiencia en colegios de Guatemala, México y Perú [2019: 91-98]; es el texto más largo, y revela los vínculos de su padre con políticos de izquierda radical con los que la autora se identifica, pero sin convicción);  y «Discípulo y maestro», de Jorge Eslava (en donde el autor escribe en segunda persona [recurso que para una memoria escolar resulta extraño] su experiencia escolar en el colegio La Salle y en el Mariscal Domingo Nieto, y su experiencia docente con los Hermanos Maristas del Callao y en los Reyes Rojos, de los cuales nos hubiese gustado saber mucho más [2019: 120-124]).

Y hay otros cinco textos en los que uno percibe que los autores no se sienten muy cómodos escribiendo relatos autobiográficos sobre esa etapa de sus vidas y disfrutan más escribiendo ficción, aun cuando, como señalan los más experimentados, un escritor no debe desperdiciar oportunidades para conseguir lectores.

Eso ocurre en los textos «A La Glorieta me voy», de Cesáreo Martínez; «Los poetas también van al colegio», de Jorge Pimentel; «Mi infancia y mis colegios», de Juan Cristóbal; «De escuelas: la mía… la tuya… la nuestra», de Augusto Higa; y «La escuela que hay en mí», de Esther Castañeda. 

Los textos están antecedidos de doce fotos en blanco y negro del reconocido fotógrafo Herman Schwarz sobre escuelas de zonas populosas del Perú del siglo XX, además de una presentación y un prólogo.

En la presentación, Diana Amaya explica que el libro es una coedición del Instituto de Pedagogía Popular y la Casa de la Literatura, «en el marco de su exposición Maestros escritores. Experiencias inspiradoras de literatura en la escuela», y propone una clasificación de los textos «a partir de la memoria que enfatizan: comunidad, rebeldía y voces de maestros» (2019: 23 y 24).
  
En el prólogo, Julio Dagnino explica la intención de la revista Autoeducación, en donde se publicaron antes esas memorias escolares: «ofrecer una alternativa al control cultural y político que los grandes medios de comunicación privados buscan ejercer desde sus redes hegemónicas de poder», y en ese propósito procedían «influidos por Mariátegui» y Sartre (2019: 28), propósito que, además, de uno u otro modo, han conseguido. Dagnino también hace comentarios halagüeños sobre cada una de las catorce memorias escolares del libro con los cuales no siempre concuerdo.

El libro, por lo antedicho, sí vale la pena de leer, aunque yo hubiera preferido que más de uno se explaye acerca de su experiencia como profesor de escuela también. Otro mérito del libro es que su edición es gratuita y de libre circulación; y para quienes estén interesados en leerlo, pueden ingresar a la dirección electrónica siguiente: https://tinyurl.com/y8hpbplz
 
Y después de la cuarentena que se vive en diferentes partes del mundo por la pandemia del coronavirus, tal vez la escuela se reformule y no vuelva a ser la misma de antes, y eso convertiría al libro reseñado además en un documento arqueológico de tiempos escolares pasados. 

Ojalá que en otros países se animen también a compilar relatos autobiográficos como estos, pues con la orientación debida se pueden obtener incluso mejores resultados, y sería interesante, por ejemplo, poder leer las experiencias escolares de escritores de Estados Unidos, España, México, Colombia, Chile, Argentina, Bolivia y demás países hispanohablantes. 

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Nota: La foto del libro, al inicio de esta entrada, fue tomada por Marco Antonio Román Encinas.