Los escritores han aspirado desde siempre a
escribir la obra perfecta. Y quienes han estado más cerca de llegar a ese ideal
inalcanzable han sido y son los autores de los grandes clásicos de la literatura.
Y digo «inalcanzable» porque al fin y al cabo esas
plumas tocadas por las musas son de seres humanos como todos nosotros y
susceptibles, por lo tanto, de cometer algún desliz y no percatarse de algún
lunar camuflado en un pliegue oculto de su creación.
Menciono esto último porque recuerdo algunos
libros, cuyos autores, con un ojo muy bien entrenado, por cierto, han
descubierto precisamente algunos de esos lunares. Y como sé que no es un tema
muy difundido en estos tiempos, aprovecho la ocasión para darlo a conocer a los
lectores.
Sin embargo, antes de empezar con esta breve
relación, quería hacer una advertencia necesaria: los lunares o gazapos que
vaya a mencionar no desmerecen la obra de los grandes clásicos de la literatura
aludidos.
Por lo tanto, no se busca menoscabar el sitio que
ocupan dentro de la cultura, sino recordar que sus obras son creaciones humanas
con las limitaciones que ello implica.
También se busca evitar que otros escritores, que
están en la etapa de aprendizaje, puedan caer en lo mismo, por lo cual dicho
inventario tiene además un valor informativo y pedagógico (recuerdo que leyendo
textos semejantes sobre temas de lengua me interesé en dominar la materia y
hasta publiqué un libro al respecto).
Empiezo el recuento entonces citando Errores,
lapsus y gazapos de la historia, de Gregorio Doval, que refiere lo
siguiente al respecto:
… En el
verso 114 de la escena II del Segundo Acto de la versión original de la obra de
William Shakespeare (1564-1616) Julio César, el personaje protagonista
pregunta sorprendentemente a Bruto: «¿Qué hora ha dado ese reloj?», y el
aludido responde: «César, son las ocho». Estas frases no dejarían de ser un
intercambio de información banal, si no fuera por el anacronismo de situar un
reloj, y además que «da» las horas, en tiempos romanos, cuando tales avances
mecánicos no se producirían hasta catorce siglos después (2011: 185).
Y líneas adelante señala el mismo autor en relación a
otra obra de Shakespeare (Hamlet esta vez):
… El
personaje principal de Hamlet está basado en el príncipe Amlet,
personaje real que vivió en Dinamarca antes del siglo X. Sin embargo,
Shakespeare nombra, por boca del príncipe, la Universidad de Wittemberg, una institución
que se fundó a comienzos del siglo XVI. Además, el rey, tío y padrastro de
Hamlet, menciona la existencia de un cañón, tal y como ocurre en Macbeth, donde
son los culpables de la muerte en 1054 del protagonista, aunque los cañones no
se usaron por primera vez hasta el año 1346 (2011: 185).
También refiere Doval lo siguiente sobre otra
magnífica obra de teatro del Bardo de Avon:
… [En] El cuento de invierno,
en el acto V, escena II, Shakespeare afirma que la estatua de la reina Hermíone
está esculpida por «aquel raro maestro italiano, Julio Romano». El problema es
que Giulio Romano (1499-1546), destacado alumno de Rafael, que se sepa, no se
dedicó nunca a la escultura, sino a la pintura y la arquitectura. Con relación
a este cúmulo de incoherencias y anacronismos en las obras de Shakespeare, que
siempre han sido muy comentados, el escritor francés Víctor Hugo (1802-1885),
autor en 1864 de una monografía sobre el dramaturgo inglés, con el título de William
Shakespeare, llegó a afirmar: «Soy un gran admirador de las equivocaciones
de Shakespeare».
Hay más gazapos encontrados en Shakespeare que no han
impedido, por cierto, que siga siendo considerado el más grande dramaturgo de
todos los tiempos, pero basten esos ejemplos para poder dar espacio a lo que
ocurre con otros grandes clásicos de la literatura. Doval menciona igualmente estos
otros casos:
… En Robinson
Crusoe de Daniel Defoe (c. 1660-1731), el protagonista nada sin ropa hasta un
barco naufragado donde consigue unas galletas… y se las guarda en los
bolsillos.
El
dramaturgo alemán Friedrich Schiller (1759-1805), en su Piccolomini, se refiere
a un pararrayos ciento cincuenta años antes de que fuera inventado.
En Guerra
y Paz, León Tolstói (1828-1910) presenta a Natasha con diecisiete años en
1805 y con veintidós en 1809. Nadie es perfecto (2011: 186).
En el ensayo «Perspectivismo lingüístico en el Quijote»,
de Leo Spitzer, se mencionan varios casos de polionomasias (pluralidad de
nombres), citaremos solo uno de ellos:
Pero donde
reina mayor confusión es en el nombre de la mujer de Sancho. Sancho la llama
primeramente «Juana Gutiérrez, mi oíslo» (I, 7); pocos renglones más abajo, se
pregunta dudoso si una corona asentaría bien «sobre la cabeza de Mari
Gutiérrez». Los comentaristas más inteligentes, queriendo librar a Cervantes de
cualquier posible reparo de contradicción, explican satisfactoriamente este
cambio por el hecho de que Mari había venido a representar simplemente
un nombre de mujer, genérico e intercambiable. Pero en II, 5, la mujer de
Sancho se llama a sí misma Teresa Cascajo; desde aquel punto aparece ya como
Teresa Panza, ya como Teresa Sancho, «la mujer de Sancho Panza». De su nombre
Teresa dice ella misma (II, 5): «Teresa me pusieron en el bautismo, nombre
mondo y escueto…». Evidentemente nos hallamos ante una mujer llamada Juana
Teresa Gutiérrez, que se convierte en Juana Panza, cuando se la designa por el
sobrenombre de su marido, o… Cascajo, cuando se la nombra por el apellido de su
padre. Ocasionalmente, sin embargo, y a tenor de las circunstancias, puede
llamarse Teresaina (II, 73) o Teresona (II, 67: esto último por su gordura)
(ver: https://bit.ly/3pOY2F9).
Y como soy peruano, voy a mencionar ahora algunas
obras clásicas de mi país. En su libro Lexicografía, Marco Aurelio
Denegri menciona lo ocurrido con Abraham Valdelomar en su cuento «El Caballero
Carmelo»:
En mi
ensayo titulado «Valdelomar y la gallística», demuestro cumplidamente que
Valdelomar no sabía nada de gallística y por eso abundan en su famoso relato los
desbarramientos gallísticos. Veamos algunos concernientes al plumaje.
Es llano
disparate la afirmación valdelomariana de haber sido «de color carmelo» el
cuerpo del gallo. El color carmelo no existe. Con la voz carmelo se
designa el efecto de estar combinados básicamente, en el plumaje del gallo, dos
colores: el pardo y el blanco. Con las voces carmelo, ajiseco, giro,
malatobo, flor de haba, moro y otras, no se designan colores, sino
combinaciones de colores. [Aunque ahora el Diccionario de americanismos, de
la RAE y la Asale (2010), consigna esta acepción en Perú para carmelo:
«Referido a un gallo de pelea, de color castaño». El término en mención no
aparece, sin embargo, en el Diccionario de peruanismos, de Julio Calvo
Pérez (2016), y debería].
Por
indicación que se lee en las líneas finales del relato, sabemos que las alas del
Carmelo eran áureas. Debieron, si carmélicas, haber sido distintas; pero
tuvieron que ser áureas, por juzgarlas el autor más elegantes y prestigiosas
que las genuinas, que tal vez ni conocía. El travieso iqueño nos endilgó, pues,
las doradas alas que había forjado su imaginación, no exentas de gracia,
reconozcámoslo, cuanto más si iluminadas por «la luz sangrienta del
crepúsculo» (2011: 104).
Sobre el eminente tradicionista Ricardo Palma, un
autor que todo lector peruano debe leer, Denegri dirá:
Palma, que
como todos saben, escribía muy bien, con mucha gracia y desembarazo, y con
pulcritud, cometió, sin embargo, en la tradición «Don Dimas de la Tijereta»,
una confusión indisculpable. Confundió, en efecto, al ganso con un ave de
rapiña. […]
Lo que
escribió don Ricardo fue esto: «pluma de ganso u otra ave de rapiña». Es
obvio que lo que quiso decir fue esto otro: «pluma de ganso u otra de ave de
rapiña».
Y conste
que dicha tradición fue de las revisadas y corregidas por Palma. Los palmistas,
por su parte, no han reparado en el dislate. Escobar, por ejemplo, en su análisis
de «Don Dimas de la Tijereta», no dice ni pío sobre el particular. Yo he sido,
en realidad, el primero en señalar el desliz palmesco (2011: 114).
Y sobre Miguel Gutiérrez, Marco Aurelio Denegri se
explayará más ampliamente como veremos a continuación:
Hombres de
caminos, de Miguel Gutiérrez, es libro que yo no había leído.
Hace unos días lo leí por recomendación de un amigo, aunque sin imaginarme que
en esta novela iba a tropezar con errores de a folio cuya comisión es, si no
inexplicable, sorprendente, en autor tan encomiado.
[…]
Y bien:
expondré en seguida las incorrecciones gramaticales que se aprecian en la
novela Hombres de caminos. […]
Yerra el
autor en la página 38 al escribir «se cebó con»,
porque el régimen de cebarse no es «con», sino en; uno se
ceba en una cosa, no «con» una cosa. [Aunque ahora la RAE acepta
el uso de ambas preposiciones].
No […] es
admisible «treinticinco» por treinta y cinco, ni «cuarentiocho»
por cuarenta y ocho, ni «cincuenticinco» por cincuenta y cinco
(páginas 46, 52, 75 y 99). (Las formas contractas son únicamente
permisibles hasta veintinueve).
El régimen
de darse cuenta es de, pero en las páginas 50, 51 y 56 dicha
expresión consta sin régimen. Tampoco lo tiene el verbo reparar, en la
página 55, de modo que leemos «no repara que la mujer ha desaparecido».
Sépase que cuando reparar equivale a considerar, advertir o darse
cuenta, se construye con en; uno repara en una cosa (2011: 97
al 99).
La enumeración de incorrecciones que hace Marco
Aurelio Denegri de la novela Hombres de caminos, de Miguel Gutiérrez, es
más larga aún, pero no queremos prolongar mucho esta entrada y nos detenemos
allí.
A veces el polígrafo peruano podía ser un poco áspero
en sus observaciones y críticas (razón por la que era temido también por
algunos intelectuales peruanos que sentían pánico de asistir a su programa
televisivo), pero no obraba de mala fe, sino era su forma de ser (ahora
predomina un estilo más diplomático y delicado de decir las cosas). Y era, a su
vez, la forma de sentir, actuar y pensar de una época.
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Nota: La imagen, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente
dirección electrónica: http://bit.ly/3Oyqy9n
Bibliografía
DENEGRI, Marco Aurelio. Lexicografía. Lima:
Editorial San Marcos 2011.
DOVAL, Gregorio. Errores, lapsus y
gazapos de la historia. Madrid: Ediciones Nowtilus, 2011.
SPITZER, Leo. «Perspectivismo
lingüístico en el Quijote». En Lingüística e historia literaria. Madrid: Gredos, 1955, pp. 135-187. Recuperado de https://bit.ly/3pOY2F9