martes, 29 de abril de 2014

CARLOS CALDERÓN FAJARDO


Calderón Fajardo, Carlos
Lima: Ediciones Altazor, 2012

Me provocó hacer una reseña de este libro, que pertenece a la Colección Altazorianos, porque se trata de un buen producto: bien elaborado, fácil de leer y de llevar también (es pequeño [de 11x7], entra en el bolsillo de una camisa; lo pude leer mientras viajaba en una combi y, créanme, ese es un gran mérito en las zonas urbano marginales de Lima en donde vivo y aún abunda ese medio de transporte).

Incluir en la portada la caricatura del autor es, igualmente, otro acierto resaltable, no solo porque lo hace atractivo, sino porque ayuda a crear esa atmósfera lúdica que debe acompañar toda creación dirigida preferentemente a un público juvenil.

El saldo de la lectura de este impreso es altamente positivo. Los cuentos que forman parte de él han sido seleccionados por el propio autor y están ordenados cronológicamente, como lo veremos en la siguiente tabla:

Cuentos de Carlos Calderón Fajardo
Libro de cuentos
Año de publicación
Cuento(s) seleccionado(s)
Primeros cuentos
1969
«El peregrino» (p. 7), «Casi un caballo» (p. 11).
El que pestañea muere
1981
«El penal» (p. 17).
El hombre que mira el mar
1988
«La multiplicación de las tórtolas» (p. 25), «Aves del limbo» (p. 29), «Dos cuentistas» (p. 33).
Historias de verdugos
2006
«Año Nuevo, vida nueva» (p. 43), «Gyula» (p. 61).
Playas
2008
«Playa Ballena» (p. 99), «Punta Negra» (p. 113).
Otros cuentos
2012
«El niño embrujado» (p. 123), «El maestro de la porcelana» (p. 129), «Tragedia en el paisaje» (p. 139).

Ellos dejan percibir la evolución del autor de un estilo que busca una expresión propia en los cuentos que pertenecen al primer libro, a un manejo diestro del lenguaje y las técnicas narrativas en el cuento del segundo libro (lo que representaría un rápido avance), hasta alcanzar las más altas cimas de calidad en dos cuentos de los tres seleccionados («La multiplicación de las tórtolas» y «Dos cuentistas») del tercer libro.

El resto de cuentos de los siguientes tres libros, sin ser los mejores, muestran un buen nivel (solo el último de ese grupo, «Tragedia en el paisaje», muestra un registro algo menor al resto) y tienen algunos el atractivo adicional de responder a anécdotas literarias o culturales.

Carlos Calderón Fajardo es un escritor muy hábil y que domina el oficio como los grandes. Algunas de sus historias son redondas («El peregrino», «Casi un caballo», «El penal», «La multiplicación de las tórtolas»), otras tienen un final abierto («El niño embrujado», «Tragedia en el paisaje»), inesperado («Aves del limbo», «Dos cuentistas»), o desesperanzador («Año Nuevo, vida nueva», «Gyula», «Punta Negra»), y unas pocas están aderezadas con una anécdota o esta sirve de pretexto para narrar («Playa Ballena», «El maestro de la porcelana»).

El relato que más me gustó fue «Dos cuentistas», luego le siguen «La multiplicación de las tórtolas», «Playa Ballena», «Punta Negra» y «El maestro de la porcelana».

En «Dos cuentistas», hay una competencia en contar cuentos orales entre dos niños que tiene un final inesperado. Pero la manera en que lo da a conocer el narrador es muy sutil.

La contienda empezaba al caer la tarde. Luego de jugar hasta quedar exhaustos, el niño narrador y Jonás iban a la cocina y se sentaban en los peldaños de la escalera que conducía a la azotea y empezaba «la guerra de las historias» (p. 33).

Ese día fue la tarde en que se contaban «todos los cuentos» (ibid.) e iba a ser la última en que competían. Y le tocó el primer turno a Jonás. Al final, el niño narrador siente (como el lector) que Jonás había ganado la competencia, pues contaba las mejores historias, pero sospechaba que él no las había escuchado a su padre, como era su caso, sino que las inventaba.

El  cuento logra embaucar al lector sobre la existencia de esos dos cuentistas competidores que al final resultan siendo uno solo; algo que el lector solo descubrirá al leer las últimas líneas: «Me paré de esas escaleras para nunca más volver. Jonás se quedó en esa cocina, atrapado en la barriga de una ballena» (p. 41).

«La multiplicación de las tórtolas», a pesar de ser un cuento breve y sencillo, muestra con detalles elocuentes el sentimiento de culpa del personaje principal por haber matado a una tórtola (en ello hace recordar a «El gato negro», de Edgar Allan Poe), y después a muchas de ellas.

Los hechos ocurrieron así: el narrador mata a una tórtola que estaba parada sobre un adobe. Días después aparecen varias de esas aves en el mismo sitio, incluida la primera tórtola muerta. El narrador las mata a todas.

Un tiempo después aparecen decenas de tórtolas en el mismo sitio (junto con la primera muerta). El narrador corre a su casa a traer «la escopeta de pedigones» que su padre le había regalado al cumplir quince años, y los «terrales del baldío» se cubren de «tortolitas muertas» (p. 26).

Con los años ya no pudo acercarse al lugar porque las tórtolas se reprodujeron en tal cantidad que había miles de ellas. Y siempre que pasaba por allí, veía viva a la primera que mató «parada sobre un adobe», mirándole «con sus ojos negros» (p. 27).

Sobre «Playa Ballena», aunque no me convenció el final (el último párrafo), la historia me atrapó. Es algo difícil de sintetizar por los muchos recovecos que tiene a pesar de lo breve, así que mencionaré los más resaltantes. 

Contar dos historias paralelas, la de los dos amigos chilenos discípulos de José Donoso, resulta emocionante y cautivante. Uno era un reputado escritor que vivía en Europa coronado por el éxito y el otro un escritor de culto ignorado por la crítica local que se quedó a residir en su país. 

Un día el primero decidió  visitar Chile, y el segundo intentó comunicarse con él pero este no respondía. Luego de quince días, el escritor de culto le escribió «un e-mail manifestándole su deseo de verlo» (p. 102).

La respuesta llegó pronto. El reputado escritor le informó que, debido al asedió sufrido en Chile, decidió huir a Playa Ballena, en Tumbes, para poder terminar su novela. Y allí se dirigió su amigo para encontrarlo.

Aquella playa había sido visitada por Herman Melville a fines del siglo XIX, quien se enteró en aquel lugar de la leyenda de la ballena gigantesca de color blanco varada en sus orillas, que le sirvió de inspiración para escribir Moby Dick.

El encontrarse con esa maravillosa historia le compensó de la desazón que le causó el no encontrarse con su amigo escritor; pero un mayor bálsamo fue el conocer a Nicholas y Jamilia, un estadounidense y una ecuatoriana que se conocieron en un pueblo de los andes ecuatorianos y se enamoraron el uno del otro. 

El escritor de culto se presentó a ellos «como lo que realmente era: un profesor universitario de literatura, chileno y jubilado» (p. 109).

Entonces, Jamilia le mostró un libro del reputado escritor. En él había un cuento en el que se mencionaba la Playa Ballena. Trataba «de un hombre viejo que corrompido por la fama, agobiado por la soberbia y la frivolidad había encontrado paz en esa playa solitaria» (pp. 109 y 110); y tenía por epígrafe un pensamiento del budismo Zen: «En el silencio, la soledad se desvanece» (p. 110).

Y ese era el motivo por el que la joven pareja estaba en ese lugar. Ella había leído todos los libros del reputado escritor, recordaba a los personajes, pasajes y se sabía de memoria algunos cuentos. Jamilia le dijo que era un narrador muy humano y que los chilenos debían sentirse orgullosos de ser su compatriota. 

Ello hizo reflexionar al escritor de culto y comprender que la obra de un artista podría salvarlo de sus defectos humanos e inmortalizarlo.

Pasaron juntos quince días en los que a pesar de ser «desdeñado por la crítica y por sus amigos fue feliz» (p. 110): pescaron, jugaron cartas y cantaron canciones de Nat King Cole a la luz de una fogata.

Los amigos nuevos que conoció no lo rehuyeron, aunque después se tuvieron que marchar. Tal vez por eso fue muy feliz esos quince días con ellos. 

Como parte del desenlace, el escritor de culto fue a despedirse de aquella ensenada: se quitó los zapatos y medias y se acercó a contemplar un recodo en donde iban a morir las ballenas grandes.

«Punta Negra» tiene un final triste. El narrador se queda solo, pierde a su mujer: Hortensia (el mar se la tragó), y a sus hijos por no querer irse a vivir a otro sitio, lejos de la playa que les traía malos recuerdos.

Una historia más redonda que la anterior («Playa Ballena»), aunque todas delatan la mano del artesano de la palabra, del trabajador de textos con oficio.

«El maestro de la porcelana» es una narración fascinante. El sueño de Matías Fajardo era fabricar platos de porcelana, le decían por ello el «loco de la porcelana». 

De Huamanga, su ciudad natal, viaja a Puno, donde se casa y luego de un tiempo su mujer decide dejarlo por su obsesión con ese material.

Más tarde, recala en Arequipa. Allí se encuentra con Martín Adán quien celebraba con Percy Gibson y Atahualpa Rodríguez su renuncia al directorio del Banco Agrario (cargo al que accedió gracias a su tío, el presidente Óscar R. Benavides).

Matías Fajardo se anima acercarse a la mesa del poeta y conversar con él. Este descubre en el huamanguino «el fuego del creador artístico» (p. 135). Al terminar la noche, Martín le ofrece a Matías comprarle un juego de té.

Así, los cuatro contertulios se dirigen al taller del artista, pero Matías termina vendiéndole una Venus de porcelana. Y Martín lo olvida en su viaje de regreso a Lima, «en un camarote del Orbita, el vapor en el que el poeta viajaba de Mollendo al Callao» (p. 138).

En el último párrafo, aparece el narrador para revelarnos lo siguiente: «La estatua que tengo en un lugar privilegiado de mi biblioteca me la vendieron en el anticuario acompañada de esa historia» (ibid.).

El precio que el narrador paga por la estatua lo vale tal vez no tanto por la obra, sino por la anécdota que hay detrás.

No tiene la estructura de un cuento, la historia fluye, se sostiene y depende de la anécdota relacionada con Martín Adán. Sin embargo, el inicio parecía prometer un cuento, pues es la historia de Matías Fajardo, no de Martín Adán, aunque, al final, el primero es el artista de la porcelana no por mérito propio (viéndolo desde fuera de la historia), sino por su vínculo con el poeta.

Ojalá la Editorial Altazor se anime a seguir publicando libros como este y amplíe su colección incluyendo a otros escritores peruanos y latinoamericanos importantes, no necesariamente contemporáneos, que merecen ser conocidos y reconocidos por un más amplio público lector: lo económico del impreso (me costó menos de cinco nuevos soles hace más de un año atrás en una de las ferias del libro de Lima), la calidad de la edición y el contenido crean las condiciones adecuadas para una difusión masiva de ellos.

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Nota: La imagen del libro al inicio de esta reseña fue escaneada por Marco Antonio Román Encinas.