martes, 23 de julio de 2013

LA NOCHE EN QUE FRANKENSTEIN LEYÓ EL QUIJOTE


POSTEGUILLO, Santiago
Editorial Planeta. Barcelona (España), 2012

Lo más llamativo de este impreso es el diseño de su tapa blanda, que muestra al personaje creado por Mary Shelley leyendo a Cervantes sentado en un mueble con decorados de estilo antiguo en medio de una compacta penumbra despedazada por los dardos de luz arrojados por el fuego de la chimenea.
Pero su atractivo no se reduce a ello. Esta obra cuenta, como lo señala el subtítulo, la vida secreta de los libros. Para un bibliófilo o apasionado de la lectura, no puede haber un tema más atrayente (y esa es la razón por la que esta recensión se extiende más de lo debido). Está compuesto de 24 relatos o artículos (que el autor considera como capítulos), pues, como lo explica Posteguillo al final del impreso, «son textos que andan a caballo, o a pie, entre uno y otro género». Fueron publicados antes en el «periódico  Las Provincias, de España, en donde todos estos textos tuvieron una primera vida impresa en versión más reducida» (p. 195).
En ocasiones la parte expositiva de un capítulo es más extensa y en ocasiones la parte narrativa lo es, y esta última busca recrear una escena que se está contando que puede también ser dialogada como en un cuento. Una frase que sintetiza bien el propósito del autor es la siguiente: «Este es un pequeño gran viaje que pretende mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros: los autores, sus vidas, sus caprichos, sus genialidades y, a veces, sus miserias, y también aquello que hay detrás de los libros mismos como objeto» (p. 9).
De los 24, fueron siete los capítulos que más me gustaron. El primero de ellos es «Los vikingos y la literatura». En él se habla de Irlanda, país cuya capital, Dublín, ha sido reconocida como la Ciudad de la Literatura por la Unesco porque pocas como ella han dado tantos maestros en el arte de escribir. A esa lista pertenecen Oscar Wilde, Jonathan Swift, James Joyce, Congreve y Sheridan. Sin olvidar a Bram Stocker (el creador de Drácula). La ciudad cuenta además con tres Premios Nobel de Literatura: Bernard Shaw (1925), William Butler Yeats (1923) y Samuel Becket (1969).
El autor recoge el testimonio de otra escritora dublinesa, Anne Enright, para explicar «este matrimonio indisoluble… entre literatura y Dublín: “En otras ciudades, la gente inteligente sale y hace dinero. En Dublín, la gente inteligente se queda en casa y escribe libros”» (pp. 22 y 23).
El segundo que me agradó fue «Veintiséis días», título que se debe al plazo en que Dostoievski debía terminar una novela para no perder los derechos de autor sobre sus obras anteriores (nueve novelas en total) y recibir tres mil rublos que irían directamente a sus acreedores (el escritor tenía cuantiosas deudas debido a su ludopatía, que se acentuó cuando perdió a su esposa): ese era el acuerdo escrito al que había llegado con su editor. El novelista ruso pudo cumplir con el plazo con la ayuda de la taquígrafa Anna Grigorievna, quien se convertiría luego en su esposa.
La descripción del trabajo en equipo, por parte de Posteguillo, ayuda a tener una idea de cómo funciona la mente de un genio: «Dostoievski dictaba Crimen y castigo por las mañanas y El jugador por las tardes. Y no paraba de hablar y hablar. Anna Grigorievna estaba completamente cegada por la admiración: aquel hombre no escribía, sino que recitaba las frases como si fuera una historia que ya estuviera escrita en su cabeza» (p. 89). «Su privilegiada mente, dotada como ninguna para la narrativa, elucubraba bien las frases, los diálogos, las descripciones, saltando con habilidad y sin confusiones de una novela a otra» (p. 88).
El tercero que me deleitó fue «El discurso», que cuenta la verdadera razón por la que José Zorrilla no quería aceptar pertenecer a la Real Academia Española: era para no tener que dar el discurso de ingreso ante el rey, la familia real y el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas. (La historia es un tanto más compleja, pero en esta reseña estamos tomando la parte medular de ella únicamente). Zorrilla aludía que él era un poeta y que sus obras estaban en verso, entonces Pedro Antonio de Alarcón, que había ido a su casa junto con Gaspar Núñez de Arce para convencerlo de que aceptara ser académico, le propuso hacer su discurso en verso, a fin de que sorteara ese inconveniente, sin sospechar que el autor de Don Juan le tomaría la palabra. Cito unos versos de aquel memorable discurso de 1885 que dan cuenta de forma explícita de su poca habilidad para las piezas oratorias: «¿Qué discurso ha de hacer quien no lo tiene? / ¿Sobre qué discurrir podrá aunque quiera / ni sobre qué podrá formar un juicio / quien por vivir sin él hasta aquí llega» (p. 66).
El cuarto fue «El asesinato de Sherlock Holmes», que narra el momento en que Conan Doyle mata a su personaje Sherlock (en «El problema final»), pero al final tiene que resucitarlo (en «La casa deshabitada») ante el pedido de su editor y los lectores. Los hechos ocurrieron así: «Holmes siguió a su archienemigo [el profesor Moriarty] hasta el precipicio de Reichenbach y allí luchó a muerte con él hasta que el abismo se tragó a ambos» (p. 117). Su editor entonces lo visitó en su casa, le dijo que había ido demasiado lejos, y que nadie lo aceptaría; además de los cientos de cartas depositadas en la bandeja del correo de Arthur, habían otras miles que llegaron a la editorial, todas pidiendo lo mismo. Pero eso no era lo más sorprendente: «Muchos seguidores de las aventuras del aclamado detective de Baker Street se paseaban frente a la casa del escritor con crespones negros en los sombreros en señal de protesta y luto por la muerte de su ídolo» (p. 121).
Así, Conan Doyle se vio obligado a volver a la vida a su personaje que había adquirido un relieve inusitado para alguien que proviene del mundo de la ficción y es mera ficción. [Los que ya conozcan la historia pueden saltarse este párrafo]. El escritor inglés se valió del siguiente ingenioso recurso para hacer ello: «Holmes, haciendo uso del arte marcial baritsu, había luchado contra Moriarty al borde del abismo de Reichenbach y había derrotado al terrible enemigo, pero el detective había fingido caer él también al vacío para combatir, durante unos años, al resto de líderes de los bajos fondos de Londres, gracias al anonimato que le daba el hecho de que todos le creyeran muerto, hasta que por fin el gran detective se presentó de nuevo ante un sorprendido e inmensamente feliz doctor Watson, en uno de los reencuentros más conmovedores de la historia de la literatura. Incluso el gélido Sherlock Holmes se verá conmovido, como pocas veces en su vida, ante la alegría incontenible de su amigo al reencontrarse con él» (p. 121).
El quinto fue «La Gestapo y la literatura», en él se cuenta acerca de las novelas, relatos y demás escritos de Franz Kafka, que su amigo Max Brod y Dora Diamant no llegaron a quemar como era el deseo y pedido del escritor debido a su padecimiento de la tuberculosis que amenazaba con llevárselo de este mundo. Max, a quien Kafka nombra como albacea de todos sus relatos y novelas, menos de los que tenía Dora, publica las novelas luego de leerlas y convencerse de que eran espléndidas, originales, en fin, demasiado buenas; pero Dora no hace lo mismo con las treinta cartas y veinte cuadernos de notas con relatos manuscritos del escritor praguense que le decomisó la Gestapo cuando la atrapó en 1933 durante la Segunda Guerra Mundial (Dora fue encarcelada aquella vez, aunque luego huiría a Rusia en donde también sufriría la purga de Stalin por pensar distinto). Hasta ahora no se sabe qué pasó con ellos. Dora Diamant murió «en la Inglaterra de la posguerra mundial, y nunca precisó qué había escrito en aquellos cuadernos» el autor de La metamorfosis. Posteguillo señala que la pérdida de esos manuscritos «sigue siendo uno de los mayores enigmas literarios de todos los tiempos» (p. 137).
El sexto fue «El presidente Eisenhower y la rebelión de un hobbit», en el que me gustó la forma en que Tolkien sale bien librado del intento de la editorial Ace Books, de EE.UU., de no pagarle sus derechos de autor por una obra suya. Cuando Tolkien escribió El hobbit y lo publicó, el libro tuvo tanto éxito que sus editores le rogaron escribir una segunda parte. Esta llegó doce años después y tenía más de mil doscientas páginas, en un momento en que las novelas no solían pasar de las trescientas, se llamó El señor de los anillos, y se publicó en tres partes para atenuar posibles pérdidas.
En 1965, Ace Books, editorial de EE.UU., decide «lanzar una publicación masiva en tapa blanda de los tres volúmenes de El señor de los anillos» sin pagar derechos de autor a Tolkien. Para ello, se amparaban en que el presidente Eisenhower no había firmado aún la ratificación del Convenio de Berna (tratado internacional que regula el reconocimiento de derechos de autor en todo el mundo). Ace Books argüía que como el presidente Eisenhower había firmado dicho convenio «unos meses después de la publicación» de la novela en mención en Inglaterra, «desde un punto de vista legal, en Estados Unidos los tres volúmenes de la trilogía no estaban sujetos a derechos de autor en su país». Este hecho causó tal revuelo que «hasta hay una tesis de máster sobre todo este alucinante episodio, recogida en los fondos bibliográficos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill» (p. 144).
Tolkien trazó un plan para no dejar que la editorial estadounidense se saliera con la suya que considero útil describir. Él había recibido muchas cartas de sus admiradores norteamericanos, así que les escribió a todos ellos y les contó lo sucedido. Estos apoyaron al escritor y «reaccionaron en cadena. En pocos meses, Ace Books recibió decenas de miles de cartas de protesta y, ante un creciente descrédito popular que amenazaba con hundir la empresa si los lectores llevaban a cabo sus amenazas de no comprar ya más libros de aquella editorial, se vio obligada a contactar con Tolkien y acordar la cantidad que éste debía percibir por unas novelas, fruto de su inteligencia, de sus conocimientos y de su imaginación. No solo se trataba de una cuestión de orgullo. Era un asunto importante. La trilogía lleva vendidos ciento cincuenta millones de ejemplares» (pp. 144 y 145).
Y el séptimo fue «El KGB* y el manuscrito mortal», sobre dos novelas de Alexander Solzhenitsyn: la primera publicada dentro de Rusia (Un día en la vida de Ivan Desinovich, en ella se critica a Stalin) y la segunda, fuera (Archipiélago Gulag, en ella se critica al comunismo ruso). La primera fue escrita en las siguientes circunstancias: Solzhenitsyn, «oficial del ejército soviético condecorado en dos ocasiones por su valor» durante la Segunda Guerra Mundial, cometió un error. En 1945 «se atrevió a criticar a Stalin en una carta dirigida a un amigo». En febrero de ese año, el escritor ruso es detenido y condenado a «ocho años de trabajos forzados en un campo de Siberia» por tal razón. «La mayoría de los presos de aquellas gigantescas cárceles moría al cabo de poco tiempo» (p. 158).
En 1953 Stalin murió. Jruschov lo sucedió. Este condenó los campos «estalinistas» en 1956, y Solzhenitsyn fue excarcelado. «En 1962 presentó un manuscrito tremendo: Un día en la vida de Ivan Desinovich, donde se denunciaba con crudeza y realismo descarnado la violencia, inhumanidad y perversión de aquellos campos» (pp. 158 y 159). Jruschov vio que el texto «encajaba perfectamente en su campaña de desmantelamiento de las infraestructuras de dominio de los estalinistas y defendió personalmente la necesidad de publicar aquel libro». La novela se convirtió en un bestseller en el extranjero y «en la propia URSS» (p. 159).
La segunda novela fue escrita en las siguientes circunstancias: en 1964 «Jruschov fue depuesto del poder por un golpe de Estado ejecutado por el ultraconservador comunista Brézhnev», quien «no veía con los mismos ojos tolerantes las críticas» del escritor ruso (p. 159). Cuando el Politburó se enteró que Solzhenitsyn estaba escribiendo otra novela, ya no criticando a Stalin, sino al sistema comunista, detener su publicación se convirtió en el «objetivo prioritario del KGB». Solzhenitsyn decidió «trabajar sobre su nueva novela secreta con un método peculiar: la dividió en diferentes partes y confió a un amigo distinto cada una de estas secciones del manuscrito; luego acudía a “visitar” a estos amigos, siempre vigilado de cerca por agentes del KGB, pero lo que en realidad hacía era recluirse en una habitación de la casa del amigo “visitado” para trabajar sobre el texto. Y el sistema funcionó hasta que tomó la decisión, ineludible por otro lado, de que alguien mecanografiara el manuscrito completo antes de remitirlo a los editores» (p. 160). Pero un día la taquígrafa que se encargó de esa labor, Elisaveta Voronnyanskaya, fue detenida por el KGB, torturada, liberada y luego ahorcada en 1973, y el manuscrito que intentó proteger desapareció.
El KGB se hizo con la copia de la mecanógrafa, pero Solzhenitsyn tenía dos copias más: una la presentó al sindicato de escritores de la URSS que prohibió su publicación, y la otra llegó a Francia, donde se publicó traducida al francés en 1974. A las seis semanas de ocurrido ello, «el escritor ruso fue deportado de la URSS y se le retiró la nacionalidad soviética… Hoy día es lectura obligatoria en los institutos de secundaria en Rusia» (pp. 160 y 161).
Podría mencionar algunos artículos o relatos más, pero mejor dejemos que el lector explore por sí mismo y vaya descubriendo las historias fascinantes que se ocultan detrás de los libros. La mayoría de los  24 capítulos se degusta con agrado, de hecho solo hay dos que no me satisfacen del todo: «Hija de la lluvia» (sobre la escritora gallega Rosalía de Castro) y «El libro electrónico o el pergamino del siglo XXI».
Este es un impreso que puede motivar la indagación y lectura de los libros allí mencionados. Las historias son de esas que se pueden emplear también para amenizar una tertulia, pues te provee de un buen número de anécdotas que otros, con seguridad, no conocerán o conocerán a medias acerca del mundo de la literatura, aunque también hay información con sustento académico (al que remite el autor en el cuerpo del texto, pero principalmente en su bibliografía).
Sobre el capítulo que da nombre al libro: «La noche en que Frankenstein leyó el Quijote», para quienes conocen la historia de cómo se escribió la novela de Mary Shelley, les puedo asegurar que aporta datos adicionales. En realidad, el doctor Víctor Frankenstein nunca leyó la obra cumbre de Cervantes, tampoco lo hizo el monstruo que él creó. Quien sí lo hizo fue Mary Shelley. En 1816, la escritora inglesa «y su esposo, el también escritor Percy Bisshe Shelley», acudieron, junto con otros invitados, a la casa de lord Byron en Suiza. En las noches y a la luz de una chimenea, Shelley deleitaba a los contertulios con la lectura en voz alta «de diferentes clásicos de la literatura universal», algo que, por cierto, hacía muy bien, pues «agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara» (p. 71).
Uno de esos días de tormenta veraniega y sin posibilidad de poder salir de casa como era ya costumbre, lord Byron lanzó un reto literario: que todos los allí presentes escribieran una historia de terror, y el que consideraran el relato más terrorífico, ganaría el concurso. La brillante idea, no obstante, cayó pronto en el olvido para todos, menos para Mary Shelley, quien se lo tomó muy en serio y disciplinadamente permaneció día y noche en casa para concluir su labor. El resultado fue «la maravillosa novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo» (p. 72).
Pero la escritora no escribió su obra de la nada absoluta, «sino imbuida por esos espacios montañosos que la rodeaban (…); y también influida, de una forma u otra, por las maravillosas lecturas que su esposo Percy seguía haciendo por las noches» (p. 73). Y una noche especial de 1816, Percy eligió leer una traducción inglesa de Don Quijote. Y tanto le gustó a Mary esa novela que en 1820 volvió a leerla directamente en castellano, después «de haber iniciado el estudio del español. Y tal es la pasión que Mary Shelley sintió por esa gran obra que el lector curioso encontrará una referencia a Sancho Panza en el prólogo a Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary Shelley presenta su relato a través de múltiples narradores (el aventurero Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio monstruo); es decir, la misma técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del Quijote (narrado por alguien que encontró un supuesto original en árabe que debe traducir una tercera persona y donde cada uno quita y pone según le place). Y, por si quedan dudas, Mary Shelley decidió recrear la famosa “Historia del cautivo” (capítulos XXXIX-XLI del Quijote primera parte) en el capítulo 14 de la versión corregida de 1831 de Frankenstein» (p. 74).
La explicación de por qué eligió este texto Posteguillo para titular su obra es sencilla: es un nombre llamativo, que se presta para la publicidad y que da pie y pretexto para la elaboración de una carátula irresistiblemente atrayente. De hecho, cuando yo adquirí el libro lo hice más fijándome en ella. No conocía a su autor. Leí entonces la contratapa, la solapa y la compré. Pero el primer paladeo del impreso fue visual. Y ha sido una buena compra, la prosa es ágil, fluida y bien escrita, no por nada su autor, además de escritor, es lingüista.


* KGB: Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti (Comité para la Seguridad del Estado).
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Nota: La imagen que aparece  al inicio de este envío fue escaneada por Marco Antonio Román Encinas.