domingo, 17 de junio de 2018

UN LECTOR COMPULSIVO


En el libro Leer, leerse. La agonía del libro en el cambio de milenio, Franco Ferrarotti cuenta una impresionante anécdota de su adolescencia relacionada con su pasión por los libros y la lectura, y que ocurrió a consecuencia de una débil salud que le impidió asistir a un curso escolar y le obligó a presentarse a un examen de suficiencia.
El autor cuenta su experiencia en las siguientes líneas:
… Otro regalo de mi salud delicada: nunca asistí regularmente a un curso escolar. Me presenté a la licenza ginnasiale (la reválida) y luego, al cabo de dos años —en esa época se podía reducir los tres años de instituto a dos—, me presenté al examen de maturità classica (la selectividad), también por libre, en el instituto de ciencias —por un procedimiento extraordinario, pues el de letras había sufrido bombardeos— Massimo d’Azeglio, en la capital de mi región de origen, Vercelli (2002: 38).
El inconveniente para el joven Ferrarrotti era la mala fama de la que gozaban en su país los que se presentaban a ese examen:
… Los que iban por libre tenían fama de jovenzuelos sin escrúpulos que probaban suerte. Se presentaban al examen como si jugaran a la ruleta. Todo o nada. Yo llegaba de la provincia, embutido contra el invierno y los estornudos del resfriado, con la extraña seguridad que suele acompañar a los caballeros solitarios, armado solo con los conocimientos universales y desordenados que caracterizan a los autodidactas (2002: 38 y 39).
El sociólogo italiano explica cómo debía uno prepararse para el examen de filosofía y los inconvenientes que tuvo en ello por su desmedida afición por los libros:
… Según el programa del ministerio, entraban tres textos que correspondían a los tres periodos canónicos del pensamiento filosófico: antigüedad greco-romana, medieval y moderno. Me preparé, por supuesto, con cuidado, pero mi amor por los libros me hizo la vida difícil. Me resultaba prácticamente imposible escoger solamente tres textos. ¿Cómo es posible, me decía, preferir Aristóteles, por ejemplo la Poética o la Ética a Nicómaco, a Platón, a los diálogos que desde pequeño me parecieron más bellos y aventureros que los libros de Julio Verne o Emilio Salgari?...
Por no hablar de los filósofos modernos y contemporáneos. En seguida se dice Kant, pero ¿dónde metemos a Hegel, Fichte, Schelling? Aparte de lo mucho que se hablaba en todas partes, ya entonces, en los últimos años de guerra, de los pensadores posidealistas, de Nietzsche a Kierkegaard, bajo los ruinosos y poco filosóficos bombardeos aliados…  (2002: 39).
Y esa fue la razón por la que «en lugar de tres autores», Ferrarotti presentara a sus evaluadores «una lista de sesenta y cinco obras, desde los “presocráticos”, al cuidado de Diehls, hasta Louis Lavelle, Le moi et son destin» (2002: 39). Pero la subestimación a su esfuerzo, por parte de aquellos, la notó el autor casi desde el inicio:
… desde las primeras preguntas del examen, sobre todo por parte del profesor Ermenegildo Bertola, convertido luego en senador por la Democracia Cristiana, me di cuenta de los motivos que había detrás de las miradas y la ironía matutinas de los pasillos: ponían en duda la preparación de un alumno libre tan anómalo. «Mire —empezó paternalmente el profesor Bertola—, la convocatoria del examen no pide sencillamente hacer una lista de las obras y los autores. Exige que estudie atentamente a tres de ellos y se prepare para poder exponer ante nosotros, que somos los examinadores, su pensamiento» (2002: 40).
Lo que sintió el autor al oír ello lo explica en las siguientes líneas:
Yo estaba perplejo, pero empezaba a entender y, como entendía, sentía que montaba en cólera, una cólera fría, propia de quien se da cuenta repentinamente de que no lo toman en serio. Me puse rígido y guardé silencio absoluto, quizá desdeñoso. Al cabo de algunos minutos murmuré: «Espero que me examinen». La réplica de Bertola, a quien se sumaron Marinoni, Scaffidi y otros profesores, no se hizo esperar y fue todavía jocosa, con el mismo tono que reservan los médicos jefes de los hospitales psiquiátricos a sus mentecatos: «Resulta difícil decidir: veamos… El Fedro» (2002: 40).
Lo que narra a continuación el autor muestra los rasgos de un cerebro privilegiado que recuerda al personaje Funes el memorioso, creado por Borges:
La cólera interior abría los libros delante de mí, como si los estuviera hojeando «¿Qué edición, profesor? ¿Quiere la edición escolar de Paravia o la edición crítica publicada en 1882 por Teubner en Leipzig?». La sonrisa de compasión se borró de los labios de los presentes. Yo hablaba, leyendo mentalmente e indicando con pedantería los párrafos del texto platónico, con las variantes de la edición crítica, mostrando que la amistad de la que se habla en el Fedro es en realidad la descripción del proceso dialéctico por el cual mi pupila se vuelve consciente de sí misma al verse reflejada en la pupila de su amigo y el diálogo se plantea como el instrumento fundamental para la adquisición gradual de la verdad como verdad participada, conquista intersubjetiva, muy común.
Los profesores escuchaban en silencio. Hablé durante cinco horas. Al final, con una generosidad de la que tal vez son incapaces los profesores de hoy, me dieron la mano, se informaron sobre mis intenciones futuras. No solo fui aprobado y declarado «maduro». Pasé de estudiante a estudioso. Me doy cuenta de que todo esto puede parecer un ejercicio de narcisismo. Pero mi victoria era únicamente la del alumno libre… (2002: 40 y 41).
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Nota: La foto de Franco Ferrarotti, al inicio de esta entrada, se obtuvo de la siguiente dirección electrónica: http://www.francoferrarotti.com/archivio/biografia.htm


Bibliografía

FERRAROTTI, Franco. Leer, leerse. La agonía del libro en el cambio de milenio. Barcelona, España: Ediciones Península, 2002.


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