En
el libro Leer, leerse. La agonía del
libro en el cambio de milenio, Franco Ferrarotti cuenta una impresionante
anécdota de su adolescencia relacionada con su pasión por los libros y la
lectura, y que ocurrió a consecuencia de una débil salud que le impidió asistir
a un curso escolar y le obligó a presentarse a un examen de suficiencia.
El
autor cuenta su experiencia en las siguientes líneas:
… Otro regalo de mi salud delicada:
nunca asistí regularmente a un curso escolar. Me presenté a la licenza ginnasiale (la reválida) y
luego, al cabo de dos años —en esa época se podía reducir los tres años de
instituto a dos—, me presenté al examen de maturità
classica (la selectividad), también por libre, en el instituto de ciencias
—por un procedimiento extraordinario, pues el de letras había sufrido
bombardeos— Massimo d’Azeglio, en la capital de mi región de origen, Vercelli (2002:
38).
El
inconveniente para el joven Ferrarrotti era la mala fama de la que gozaban en
su país los que se presentaban a ese examen:
… Los que iban por libre tenían
fama de jovenzuelos sin escrúpulos que probaban suerte. Se presentaban al
examen como si jugaran a la ruleta. Todo o nada. Yo llegaba de la provincia,
embutido contra el invierno y los estornudos del resfriado, con la extraña
seguridad que suele acompañar a los caballeros solitarios, armado solo con los
conocimientos universales y desordenados que caracterizan a los autodidactas (2002:
38 y 39).
El
sociólogo italiano explica cómo debía uno prepararse para el examen de filosofía
y los inconvenientes que tuvo en ello por su desmedida afición por los libros:
… Según el programa del ministerio,
entraban tres textos que correspondían a los tres periodos canónicos del
pensamiento filosófico: antigüedad greco-romana, medieval y moderno. Me
preparé, por supuesto, con cuidado, pero mi amor por los libros me hizo la vida
difícil. Me resultaba prácticamente imposible escoger solamente tres textos.
¿Cómo es posible, me decía, preferir Aristóteles, por ejemplo la Poética o la Ética a Nicómaco, a Platón, a los diálogos que desde pequeño me
parecieron más bellos y aventureros que los libros de Julio Verne o Emilio
Salgari?...
Por no hablar de los filósofos
modernos y contemporáneos. En seguida se dice Kant, pero ¿dónde metemos a
Hegel, Fichte, Schelling? Aparte de lo mucho que se hablaba en todas partes, ya
entonces, en los últimos años de guerra, de los pensadores posidealistas, de
Nietzsche a Kierkegaard, bajo los ruinosos y poco filosóficos bombardeos
aliados… (2002: 39).
Y
esa fue la razón por la que «en lugar de tres autores», Ferrarotti presentara a
sus evaluadores «una lista de sesenta y cinco obras, desde los “presocráticos”,
al cuidado de Diehls, hasta Louis Lavelle, Le
moi et son destin» (2002: 39). Pero la subestimación a su esfuerzo, por
parte de aquellos, la notó el autor casi desde el inicio:
… desde las primeras preguntas del
examen, sobre todo por parte del profesor Ermenegildo Bertola, convertido luego
en senador por la Democracia Cristiana, me di cuenta de los motivos que había
detrás de las miradas y la ironía matutinas de los pasillos: ponían en duda la
preparación de un alumno libre tan anómalo. «Mire —empezó paternalmente el
profesor Bertola—, la convocatoria del examen no pide sencillamente hacer una
lista de las obras y los autores. Exige que estudie atentamente a tres de ellos
y se prepare para poder exponer ante nosotros, que somos los examinadores, su
pensamiento» (2002: 40).
Lo
que sintió el autor al oír ello lo explica en las siguientes líneas:
Yo estaba perplejo, pero empezaba a
entender y, como entendía, sentía que montaba en cólera, una cólera fría,
propia de quien se da cuenta repentinamente de que no lo toman en serio. Me
puse rígido y guardé silencio absoluto, quizá desdeñoso. Al cabo de algunos
minutos murmuré: «Espero que me examinen». La réplica de Bertola, a quien se
sumaron Marinoni, Scaffidi y otros profesores, no se hizo esperar y fue todavía
jocosa, con el mismo tono que reservan los médicos jefes de los hospitales
psiquiátricos a sus mentecatos: «Resulta difícil decidir: veamos… El Fedro» (2002: 40).
Lo
que narra a continuación el autor muestra los rasgos de un cerebro privilegiado
que recuerda al personaje Funes el memorioso, creado por Borges:
La cólera interior abría los libros
delante de mí, como si los estuviera hojeando «¿Qué edición, profesor? ¿Quiere
la edición escolar de Paravia o la edición crítica publicada en 1882 por
Teubner en Leipzig?». La sonrisa de compasión se borró de los labios de los
presentes. Yo hablaba, leyendo mentalmente e indicando con pedantería los
párrafos del texto platónico, con las variantes de la edición crítica,
mostrando que la amistad de la que se habla en el Fedro es en realidad la descripción del proceso dialéctico por el
cual mi pupila se vuelve consciente de sí misma al verse reflejada en la pupila
de su amigo y el diálogo se plantea como el instrumento fundamental para la
adquisición gradual de la verdad como verdad participada, conquista
intersubjetiva, muy común.
Los profesores escuchaban en
silencio. Hablé durante cinco horas. Al final, con una generosidad de la que
tal vez son incapaces los profesores de hoy, me dieron la mano, se informaron
sobre mis intenciones futuras. No solo fui aprobado y declarado «maduro». Pasé
de estudiante a estudioso. Me doy cuenta de que todo esto puede parecer un
ejercicio de narcisismo. Pero mi victoria era únicamente la del alumno libre… (2002:
40 y 41).
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queridos.
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Nota: La foto de Franco Ferrarotti, al
inicio de esta entrada, se obtuvo de la siguiente dirección electrónica:
http://www.francoferrarotti.com/archivio/biografia.htm
Bibliografía
FERRAROTTI,
Franco. Leer, leerse. La agonía del libro
en el cambio de milenio. Barcelona, España: Ediciones Península, 2002.
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