Calderón Fajardo,
Carlos
Lima: Ediciones Altazor,
2012
Me provocó hacer una
reseña de este libro, que pertenece a la Colección Altazorianos, porque se
trata de un buen producto: bien elaborado, fácil de leer y de llevar también (es
pequeño [de 11x7], entra en el bolsillo de una camisa; lo pude leer mientras
viajaba en una combi y, créanme, ese es un gran mérito en las zonas urbano
marginales de Lima en donde vivo y aún abunda ese medio de transporte).
Incluir en la portada
la caricatura del autor es, igualmente, otro acierto resaltable, no solo porque
lo hace atractivo, sino porque ayuda a crear esa atmósfera lúdica que debe acompañar
toda creación dirigida preferentemente a un público juvenil.
El saldo de la lectura
de este impreso es altamente positivo. Los cuentos que forman parte de él han
sido seleccionados por el propio autor y están ordenados cronológicamente, como
lo veremos en la siguiente tabla:
Cuentos
de Carlos Calderón Fajardo
Libro
de cuentos
|
Año
de publicación
|
Cuento(s)
seleccionado(s)
|
Primeros
cuentos
|
1969
|
«El peregrino» (p. 7),
«Casi un caballo» (p. 11).
|
El
que pestañea muere
|
1981
|
«El penal» (p. 17).
|
El
hombre que mira el mar
|
1988
|
«La multiplicación de
las tórtolas» (p. 25), «Aves del limbo» (p. 29), «Dos cuentistas» (p. 33).
|
Historias
de verdugos
|
2006
|
«Año Nuevo, vida
nueva» (p. 43), «Gyula» (p. 61).
|
Playas
|
2008
|
«Playa Ballena» (p.
99), «Punta Negra» (p. 113).
|
Otros
cuentos
|
2012
|
«El niño embrujado»
(p. 123), «El maestro de la porcelana» (p. 129), «Tragedia en el paisaje» (p.
139).
|
Ellos dejan percibir la
evolución del autor de un estilo que busca una expresión propia en los cuentos
que pertenecen al primer libro, a un manejo diestro del lenguaje y las técnicas
narrativas en el cuento del segundo libro (lo que representaría un rápido
avance), hasta alcanzar las más altas cimas de calidad en dos cuentos de los
tres seleccionados («La multiplicación de las tórtolas» y «Dos cuentistas») del
tercer libro.
El resto de cuentos de
los siguientes tres libros, sin ser los mejores, muestran un buen nivel (solo
el último de ese grupo, «Tragedia en el paisaje», muestra un registro algo
menor al resto) y tienen algunos el atractivo adicional de responder a
anécdotas literarias o culturales.
Carlos Calderón Fajardo
es un escritor muy hábil y que domina el oficio como los grandes. Algunas de sus historias son
redondas («El peregrino», «Casi un caballo», «El penal», «La multiplicación de
las tórtolas»), otras tienen un final abierto («El niño embrujado», «Tragedia
en el paisaje»), inesperado («Aves del limbo», «Dos cuentistas»), o
desesperanzador («Año Nuevo, vida nueva», «Gyula», «Punta Negra»), y unas pocas
están aderezadas con una anécdota o esta sirve de pretexto para narrar («Playa
Ballena», «El maestro de la porcelana»).
El relato que más me
gustó fue «Dos cuentistas», luego le siguen «La multiplicación de las
tórtolas», «Playa Ballena», «Punta Negra» y «El maestro de la porcelana».
En «Dos cuentistas»,
hay una competencia en contar cuentos orales entre dos niños que tiene un final
inesperado. Pero la manera en que lo da a conocer el narrador es muy sutil.
La contienda empezaba
al caer la tarde. Luego de jugar hasta quedar exhaustos, el niño narrador y
Jonás iban a la cocina y se sentaban en los peldaños de la escalera que
conducía a la azotea y empezaba «la guerra de las historias» (p. 33).
Ese día fue la tarde en
que se contaban «todos los cuentos» (ibid.) e iba a ser la última en que
competían. Y le tocó el primer turno a Jonás. Al final, el niño narrador siente
(como el lector) que Jonás había ganado la competencia, pues contaba las
mejores historias, pero sospechaba que él no las había escuchado a su padre,
como era su caso, sino que las inventaba.
El cuento logra embaucar al lector sobre la
existencia de esos dos cuentistas competidores que al final resultan siendo uno
solo; algo que el lector solo descubrirá al leer las últimas líneas: «Me paré
de esas escaleras para nunca más volver. Jonás se quedó en esa cocina, atrapado
en la barriga de una ballena» (p. 41).
«La multiplicación de
las tórtolas», a pesar de ser un cuento breve y sencillo, muestra con detalles
elocuentes el sentimiento de culpa del personaje principal por haber matado a
una tórtola (en ello hace recordar a «El gato negro», de Edgar Allan Poe), y
después a muchas de ellas.
Los hechos ocurrieron
así: el narrador mata a una tórtola que estaba parada sobre un adobe. Días
después aparecen varias de esas aves en el mismo sitio, incluida la primera
tórtola muerta. El narrador las mata a todas.
Un tiempo después
aparecen decenas de tórtolas en el mismo sitio (junto con la primera muerta).
El narrador corre a su casa a traer «la escopeta de pedigones» que su padre le había
regalado al cumplir quince años, y los «terrales del baldío» se cubren de «tortolitas
muertas» (p. 26).
Con los años ya no pudo
acercarse al lugar porque las tórtolas se reprodujeron en tal cantidad que había
miles de ellas. Y siempre que pasaba por allí, veía viva a la primera que mató «parada sobre un adobe», mirándole «con sus ojos negros» (p. 27).
Sobre «Playa Ballena», aunque
no me convenció el final (el último párrafo), la historia me atrapó. Es algo
difícil de sintetizar por los muchos recovecos que tiene a pesar de lo breve,
así que mencionaré los más resaltantes.
Contar dos historias paralelas, la de los dos amigos chilenos discípulos de José Donoso, resulta emocionante y cautivante. Uno era un reputado escritor que vivía en Europa coronado por el éxito y el otro un escritor de culto ignorado por la crítica local que se quedó a residir en su país.
Un día el primero decidió visitar Chile, y el segundo intentó comunicarse con él pero este no respondía. Luego de quince días, el escritor de culto le escribió «un e-mail manifestándole su deseo de verlo» (p. 102).
Contar dos historias paralelas, la de los dos amigos chilenos discípulos de José Donoso, resulta emocionante y cautivante. Uno era un reputado escritor que vivía en Europa coronado por el éxito y el otro un escritor de culto ignorado por la crítica local que se quedó a residir en su país.
Un día el primero decidió visitar Chile, y el segundo intentó comunicarse con él pero este no respondía. Luego de quince días, el escritor de culto le escribió «un e-mail manifestándole su deseo de verlo» (p. 102).
La respuesta llegó
pronto. El reputado escritor le informó que, debido al asedió sufrido en Chile,
decidió huir a Playa Ballena, en Tumbes, para poder terminar su novela. Y allí
se dirigió su amigo para encontrarlo.
Aquella playa había sido visitada por Herman Melville a fines del siglo XIX, quien se enteró en aquel lugar de la leyenda de la ballena gigantesca de color blanco varada en sus orillas, que le sirvió de inspiración para escribir Moby Dick.
Aquella playa había sido visitada por Herman Melville a fines del siglo XIX, quien se enteró en aquel lugar de la leyenda de la ballena gigantesca de color blanco varada en sus orillas, que le sirvió de inspiración para escribir Moby Dick.
El encontrarse con esa
maravillosa historia le compensó de la desazón que le causó el no encontrarse
con su amigo escritor; pero un mayor bálsamo fue el conocer a Nicholas y
Jamilia, un estadounidense y una ecuatoriana que se conocieron en un pueblo de
los andes ecuatorianos y se enamoraron el uno del otro.
El escritor de culto se presentó a ellos «como lo que realmente era: un profesor universitario de literatura, chileno y jubilado» (p. 109).
El escritor de culto se presentó a ellos «como lo que realmente era: un profesor universitario de literatura, chileno y jubilado» (p. 109).
Entonces, Jamilia le
mostró un libro del reputado escritor. En él había un cuento en el que se mencionaba
la Playa Ballena. Trataba «de un hombre viejo que corrompido por la fama,
agobiado por la soberbia y la frivolidad había encontrado paz en esa playa
solitaria» (pp. 109 y 110); y tenía por epígrafe un pensamiento del budismo
Zen: «En el silencio, la soledad se
desvanece» (p. 110).
Y ese era el motivo por
el que la joven pareja estaba en ese lugar. Ella había leído todos los libros
del reputado escritor, recordaba a los personajes, pasajes y se sabía de memoria algunos cuentos. Jamilia le dijo que era un narrador muy humano y que los
chilenos debían sentirse orgullosos de ser su compatriota.
Ello hizo reflexionar al escritor de culto y comprender que la obra de un artista podría salvarlo de sus defectos humanos e inmortalizarlo.
Ello hizo reflexionar al escritor de culto y comprender que la obra de un artista podría salvarlo de sus defectos humanos e inmortalizarlo.
Pasaron juntos quince
días en los que a pesar de ser «desdeñado por la crítica y por sus amigos
fue feliz» (p. 110): pescaron, jugaron cartas y cantaron canciones de Nat King
Cole a la luz de una fogata.
Los amigos nuevos que
conoció no lo rehuyeron, aunque después se tuvieron que
marchar. Tal vez por eso fue muy feliz esos quince días con ellos.
Como parte del desenlace, el escritor de culto fue a despedirse de aquella ensenada: se quitó los zapatos y medias y se acercó a contemplar un recodo en donde iban a morir las ballenas grandes.
Como parte del desenlace, el escritor de culto fue a despedirse de aquella ensenada: se quitó los zapatos y medias y se acercó a contemplar un recodo en donde iban a morir las ballenas grandes.
«Punta Negra» tiene un
final triste. El narrador se queda solo, pierde a su mujer: Hortensia (el mar
se la tragó), y a sus hijos por no querer irse a vivir a otro sitio, lejos de
la playa que les traía malos recuerdos.
Una historia más redonda
que la anterior («Playa Ballena»), aunque todas delatan la mano del artesano de
la palabra, del trabajador de textos con oficio.
«El maestro de la
porcelana» es una narración fascinante. El sueño de Matías Fajardo era fabricar
platos de porcelana, le decían por ello el «loco de la porcelana».
De Huamanga, su ciudad natal, viaja a Puno, donde se casa y luego de un tiempo su mujer decide dejarlo por su obsesión con ese material.
De Huamanga, su ciudad natal, viaja a Puno, donde se casa y luego de un tiempo su mujer decide dejarlo por su obsesión con ese material.
Más tarde, recala en
Arequipa. Allí se encuentra con Martín Adán quien celebraba con Percy Gibson y
Atahualpa Rodríguez su renuncia al directorio del Banco Agrario (cargo al que
accedió gracias a su tío, el presidente Óscar R. Benavides).
Matías Fajardo se anima
acercarse a la mesa del poeta y conversar con él. Este descubre en el
huamanguino «el fuego del creador artístico» (p. 135). Al terminar la noche, Martín le ofrece a Matías comprarle un juego de té.
Así, los cuatro
contertulios se dirigen al taller del artista, pero Matías termina vendiéndole
una Venus de porcelana. Y Martín lo olvida en su viaje de regreso a Lima, «en un
camarote del Orbita, el vapor en el que el poeta viajaba de Mollendo al Callao»
(p. 138).
En el último párrafo,
aparece el narrador para revelarnos lo siguiente: «La estatua que tengo en un lugar
privilegiado de mi biblioteca me la vendieron en el anticuario acompañada de
esa historia» (ibid.).
El precio que el
narrador paga por la estatua lo vale tal vez no tanto por la obra, sino
por la anécdota que hay detrás.
No tiene la estructura
de un cuento, la historia fluye, se sostiene y depende de la anécdota
relacionada con Martín Adán. Sin embargo, el inicio parecía prometer un cuento,
pues es la historia de Matías Fajardo, no de Martín Adán, aunque, al final, el
primero es el artista de la porcelana no por mérito propio (viéndolo desde
fuera de la historia), sino por su vínculo con el poeta.
Ojalá la Editorial
Altazor se anime a seguir publicando libros como este y amplíe su colección
incluyendo a otros escritores peruanos y latinoamericanos importantes, no
necesariamente contemporáneos, que merecen ser conocidos y reconocidos por un
más amplio público lector: lo económico del impreso (me costó menos de cinco nuevos soles hace más de un año atrás en una de las ferias del libro de Lima), la calidad de la edición y
el contenido crean las condiciones adecuadas para una difusión masiva de ellos.
___________________
Nota: La imagen del libro al inicio de esta reseña fue escaneada por Marco
Antonio Román Encinas.
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