Recuerdo que, la primera vez que leí No una, sino muchas muertes, de Enrique Congrains Martin, me sorprendieron mucho los personajes de los locos porque los sentía inverosímiles, es decir, poco creíbles.
Yo he vivido cerca de La Parada, en el distrito de La Victoria, y a unas cuatro cuadras de Tacora en donde hay mucha gente que vive del reciclaje, pero nunca había visto ni oído hablar de chatarreros (como les llamábamos en mi zona) que reclutaran locos para que les ayudasen a clasificar lo que recolectaban.
Y si bien el lavadero de pomos en donde trabajaban los locos de la novela en mención no queda en La Victoria, sino en otro distrito, consideraba que mi incredulidad al respecto era válida y se sostenía en un referente cercano y semejante que conocía bien.
Ese otro distrito se precisa en las primeras líneas de la novela: «… al fondo, a medio kilómetro de distancia, sobre el barranquito que daba al acequión paralelo al Rímac, la silueta del lavadero de pomos» (1974: 9).
Leyendo la entrevista que le hace Wolfgang Luchting a Congrains y que aparece en el libro Escritores peruanos que piensan que dicen, encontré un pasaje que me permitió salir definitivamente de la duda acerca del papel de los locos en esa narración.
Es una entrevista peculiar en la que el crítico literario alemán le hace treinta preguntas al escritor peruano y este solo responde veinte. A las otras diez, ofrece una respuesta invariable en su sentido, aunque no en su formulación: «¿Che-ísmo? No tengo nada que comentar» (1977: 75); «En realidad no tengo nada importante que decir en relación a esta pregunta. Discúlpeme» (1977: 77).
Otras respuestas similares, que recuerdan al inolvidable protagonista del cuento «Bartleby, el escribiente», de Herman Melville, aparecen en las páginas 78, 79 y 80 del libro de Luchting. Hubiera sido muy gracioso escuchar decir a Congrains cada vez que el crítico germano le pedía emitir su opinión sobre un tema: «Preferiría no hacerlo».
Casi todas las preguntas que responde Congrains están relacionadas con su novela No una, sino muchas muertes, y las diez que no responde están relacionadas con la literatura peruana y latinoamericana. Hay que agradecer, por lo menos, la sinceridad del escritor al respecto.
En una de esas preguntas relacionadas con la novela en mención, surge la aclaración de mis dudas sobre el tema de los locos del que hablaba y que paso a reproducir:
ECM: … En cuanto al papel de los locos, en lo referente a ser «la idea, la causa, el estímulo, principales para comenzar la novela», debo decir lo siguiente: indudablemente ayudaron a redondear lo absurdo de la situación y del ambiente, pero nada más que eso.
WL: Se ha dicho que usted «depende mucho de la realidad concreta», es decir que no quiere inventar conflictos, incluso se siente incapaz de esto, sino que [sic] necesita ser ofrecido [sic] la estructura básica de algún «evento histórico», por ejemplo: de una noticia periodística, a fin de poder elaborar lo que al final resulta en un cuento o en No una… Me parece exagerada la aseveración, además en cierta manera sin sentido, pues ¿no proceden todos los escritores así, en menor o mayor grado? Sin embargo, me gustaría si quisiera [sic] comentar.
ECM: Dependencia de la realidad concreta. Puedo afirmar que casi todo, en mi novela, es producto de la fantasía. La realidad sólo me suministró el ambiente de los basurales, la actividad de los lavaderos de pomos, el deambular de los locos. Todo el resto es inventado, incluso el trabajo organizado de los locos. En cierta forma, tuve la intención de hacer una novela no sobre la realidad peruana objetiva, sino sobre lo que yo sentía que faltaba de la realidad peruana, lo cual es una forma indirecta de escribir sobre la realidad (1977: 68 y 69).
Esa declaración del escritor revelaba que mi observación era acertada, que el rol de los locos organizados para la clasificación de los productos del reciclaje era poco creíble por ser inventada, y no se correspondía con la realidad, salvo de forma «indirecta» (es decir, al añadir algo que «faltaba» en la realidad peruana), como ya lo explicó el autor.
Luchting, quien ha leído con mucha atención la novela, se animó a interpretarla y luego a interrogar al autor sobre su parecer al respecto:
WL: ¿Qué dice de mi interpretación de su novela como una alegoría o parábola del fenómeno de una revolución, sublevación, incluso rebelión «armada»?
ECM: Alegoría revolucionaria. Naturalmente sí. Pero en primer lugar, insisto, mi novela es una alegoría sobre la rebelión de la mujer. Ahora bien, como es inconcebible una rebelión femenina que no transforme a la sociedad toda, evidentemente estaba planteando la necesidad de enfrentarse al Perú oficial, el Perú de siempre.
En mi opinión, Maruja propone el siguiente programa: conquistar los medios de producción. (Naturalmente, como bien lo señala usted, fracasa).
En mi novela, Maruja y el grupo de muchachos representan al trabajo; la vieja representa la clase empresarial; el zambo es la burocracia administradora; y los locos son los bienes de capital, los medios de producción, la maquinaria. (Observe a propósito de esto, cómo los locos no juegan ningún papel, cómo son un simple decorado, un punto de referencia, un valor económico) (1977: 69).
En secundaria, admiraba a Congrains sobre todo por sus cuentos «El niño junto al cielo» o «Domingo en la jaula de estera», por la cercanía de los temas que tocaba con la realidad que yo vivía. Pero luego de leer la entrevista que le hace Luchting, cundía en mí la desilusión.
Y a ello contribuyó también el hecho de releer el primer párrafo de la novela compuesta de dos oraciones de ciento tres y cincuenta y ocho palabras, respectivamente; la primera de las cuales es la más larga y confusa (algo que puede pasar desapercibido en una primera lectura, en un lector imbuido de admiración al autor por los elogios recibidos por la crítica literaria peruana). Cito:
Y, como se puede observar, esa primera oración de ciento tres palabras no es fácil de comprender porque es demasiada larga. Al respecto, Cassany, revisando los principales manuales de redacción, recomienda que una oración debe tener entre 20 y 30 palabras (ver mi libro Apuntes para un buen uso del español, 2020: 22-24).
Incluso, Cassany, citando a François Richaudeau, menciona a algunos novelistas franceses contemporáneos que escriben siguiendo una pauta similar:
… el promedio de palabras por frase empleadas por René Descartes (1596-1650) en sus escritos era de 74; de Marcel Proust (1871-1922), de 38; de Paul Valery (1871-1945), de 22; de Gustave Flaubert (1821-1880), de 18; y de Jean Giono (1875-1970) y de George Simenon (1903-1989), de 15 (p. 97) (ver mi libro Apuntes para un buen uso del español, 2020: 26).
Una oración de ciento tres palabras, además, propicia que se cuelen los gazapos. Pongo solo un ejemplo de ello: se menciona que «Precediendo a Berta, al fin emergió del humo…», pero ¿quién emergió del humo? No se precisa.
Y si luego se dice «… fue tomando contacto con las referencias habituales del paisaje», se puede entender que quien emergió del humo es una persona, pero no se indica su nombre ni se emplea pronombre alguno como alternativa que permita indicar su existencia o presencia en la escena. El inicio de la siguiente oración: «Asimismo Maruja», deja en claro que esa persona de la primera oración era Maruja, pero se debió dejar un rastro preciso de su presencia antes para que se entienda mejor el sentido del texto a la primera leída.
Este uso de oraciones muy largas muestra impericia en el autor, sobre todo porque no es la única. Encontré otras en el libro, pero una era particularmente extensa, de ciento cincuenta y nueve palabras y llamó mi atención por ello y la paso a transcribir:
Finalmente contó hasta diez, y habiendo llegado al límite fijado sin escuchar los ruidos de Alejandro subiendo al lavadero, decidió seguir como una última oportunidad hasta el lejano número treinta, esa lejana edad que algún día la envolvería con otros ruidos, olores, personas, y que ahora ni siquiera aparecían en un distante horizonte, tan enorme era el deseo de cambio que vibraba en cualquiera de sus pensamientos, y con el que pensaba remontarse a donde ni el propio negro Manuel podría imaginar, hasta que irremediablemente llegó el número treinta, no obstante que en los cuatro números anteriores al penúltimo se entretuvo con las sílabas y que en los dos últimos deletreó cada una de las letras, y entonces fue cuando ella supo que algo había fallado en sus cálculos acerca de Alejandro, y que ese algo que ahora lo pensaba con tanta naturalidad, podía comprometer e interferir la valuación que abajo, en el acequión, había elaborado sobre sí misma (1974: 114 y 115).
A despecho de sus defectos, el libro de Congrains seguirá siendo leído seguramente por las generaciones venideras por haber abierto una veta inexplorada en la literatura peruana, y eso a pesar de que el autor no conoce la tradición literaria peruana lo suficiente.
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Nota: La imagen, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente dirección electrónica: https://bit.ly/3LItyOm
Bibliografía
CONGRAINS MARTIN, Enrique. No una, sino muchas muertes. Lima: Editorial Peisa, 1974.
LUCHTING, Wolfgang. Escritores peruanos que piensan que dicen. Lima: Editorial Ecoma, 1977.
ROMAN ENCINAS, Marco Antonio. Apuntes para un buen uso del español. Estados Unidos: Amazon KDP, 2020.
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