En noviembre del presente año, salió la segunda edición de Temple Luna. Revista de Escritores Independientes, dirigida por los animadores culturales Giovanni Temoche y Pilar Melgarejo, en donde se ha publicado un cuento de mi autoría titulado «Los cazapishtacos» (véase: https://bit.ly/3oeZUXI).
Esta revista digital, una de las primeras en apostar por los escritores independientes de Hispanoamérica, es de distribución gratuita y será de gran ayuda para la difusión de las obras de los poetas y narradores de esta parte del globo, y abre un camino para la aparición de más publicaciones semejantes.
Por tener un alcance internacional, entre sus colaboradores cuenta permanentemente con escritores de diferentes países como México, Venezuela y Perú. En el primer número de la revista, hubo también colaboradores de Argentina, Colombia y El Salvador.
Decidí incluir el texto en este espacio virtual para que los seguidores de mi blog que no se hayan enterado de la noticia puedan disfrutarlo aquí también. Este es el cuento en mención:
LOS CAZAPISHTACOS
Cuando Leandro y Paula tocaron por tercera vez la puerta de madera despintada de la casa de Rosario Chuquihuaraca en el sector K de Huaycán sin obtener respuesta, se convencieron de que no había nadie allí dentro por lo que decidieron tocar la puerta de su vecina. Una señora provinciana de aspecto descuidado les abrió y les preguntó qué querían. Leandro y Paula le explicaron, mostrando sus fotochecks, que eran encuestadores de la empresa Cifras, que había sido contratada por Osiptel para hacer una encuesta sobre temas del hogar y que deseaban hacerle algunas preguntas. Su explicación fue interrumpida inesperadamente por la hija de la vecina, quien al salir del baño y verlos en la puerta comenzó a decir a grandes voces:
—¡Qué quieren! ¡Váyanse de aquí!
Leandro trató de tranquilizar a la mujer, pero esta no le hacía caso y seguía gritando como loca. Paula también intervino mostrando su fotocheck y explicando nuevamente que eran encuestadores. Pero la hija de la vecina tampoco la hoyó y salió de la casa gritando:
—Pishtacos, son los pishtacos.
Leandro le dijo a Paula que mejor fueran a otra casa y así lo hicieron, despidiéndose amablemente de la señora de aspecto descuidado quien desde que empezó a gritar su hija embarazada ya había empezado a mirarlos con desconfianza.
Así, estuvieron encuestando tres casas más. Cuando llegaron a la cuarta, empezaron a escuchar la voz de un dirigente de la zona que, empleando megáfonos, se dirigía a la población: «Vecinos de Huaycán, estén alertas. Hay pishtacos en esta zona. Son los que se roban los órganos de los niños para después venderlos al extranjero. Ya ha habido víctimas en días pasados. Les pido, por favor, que cierren sus puertas y cuiden a sus hijos. Hay gente sospechosa en el sector K. Tengan cuidado».
Leandro y Paula se sorprendieron mucho de lo que escucharon; pero decidieron a pesar de ello continuar con su labor porque no sospechaban lo que sucedería después, además, ya les faltaba solo dos casas para terminar su jornada. En realidad, no se percataban de lo que ocurría a su alrededor: cada vez más y más lugareños se acercaban a ellos y empezaban a rodearlos. Un vecino alto y gordo le habló a Leandro y le preguntó quién era y le pidió que le muestre sus documentos. Leandro le mostró su fotocheck y le dijo que eran encuestadores de la empresa Cifras. La mujer embarazada apareció nuevamente en escena y volvió a gritarles:
—Son los Pishtacos, son los pishtacos.
—Hay que revisar sus cosas —opinó un joven con aspecto zarrapastroso.
Uno de los vecinos, desde su casa, había llamado a la policía. Otro vecino de rostro aceitoso le quitó el bolso que llevaba a Paula y se lo dio a una dirigente del comedor popular del sector para que lo revisara. También le quitó su maleta a Leandro y empezó a buscar dentro. Paula y Leandro no se atrevieron a protestar porque sentían la mirada de odio de cientos de vecinos que ya los tenían cercados.
Ni el hombre de rostro aceitoso ni la dirigente del comedor popular encontraron cuchillos ni instrumental médico alguno para extraer los órganos de los niños en la maleta y en el bolso de los encuestadores, pero sí encontraron sus DNI, y el vecino de rostro aceitoso se los guardó.
—¿Qué hacen por aquí ustedes? —inquirió otro vecino que recién llegaba.
Y Leandro y Paula volvieron a explicar que eran encuestadores, mostraron los formatos de las encuestas que tenían en la mano y el logo de la empresa para la que trabajaban.
—Eso es para despistar y que nadie sospeche lo que realmente hacen —alegó un tercer vecino.
—Sí, no les crean, son pishtacos, son pishtacos —aseveró a gritos otra vez la mujer embarazada.
La gente empezó a empujarlos y a darles de patadas y puñetes a Leandro y a Paula. Y por más que decían asustados que no eran pishtacos, sino encuestadores, no les creían.
—Hay que matarlos —dijo otra vecina llena de odio.
—Sí, hay que quemarlos vivos —gruñó otra señora que tenía cuatro hijos.
—Traigan gasolina, traigan gasolina —gritó un señor dirigiéndose a un grupo de jóvenes. Estos fueron obedientes a la gasolinera que estaba a dos cuadras de allí para traer combustible.
—¡Están equivocados, no somos pishtacos! ¡Tengo hijos que mantener, no me hagan nada, por favor! —suplicó entre lágrimas Leandro.
—¡Yo también tengo una hijita, yo nunca haría daño a un niño! ¡No somos pishtacos por el amor de Dios! —imploró Paula muy asustada y también llorando.
Pero los vecinos no les hacían caso, estaban enceguecidos por la ira y el odio descontrolado. Cuando los jóvenes trajeron la gasolina, empezaron a rociar la ropa de los encuestadores.
Leandro y Paula estaban temblando de miedo, se pusieron a rezar y encomendaron sus almas a Dios para que los salve, se sentían impotentes y no sabían qué más hacer. A la distancia se escuchó el sonido de un patrullero que se acercaba. Venía a gran velocidad. Se detuvo donde estaba la gente apiñada, levantando mucho polvo a su paso, pues la pista estaba sin asfaltar. Bajaron del auto dos policías armados abriéndose paso hasta llegar a donde estaban los encuestadores.
Los policías preguntaron qué había pasado. Luego de escuchar a varios de ellos dar sus versiones de los hechos, comunicaron a los pobladores que se llevarían a los encuestadores a la comisaría. Uno de los vecinos vociferó entonces:
—¡Los quieren salvar!
Los demás creyeron lo mismo y no permitieron a la policía llevarse a quienes sindicaban como pishtacos. En ese momento, llegaron seis patrulleros de refuerzo con personal de apoyo antidisturbios, quienes al ver lo que hacían los enardecidos pobladores de Huaycán, dispararon al aire, y se abrieron paso hasta ellos creando un puente humano. Fue así como los primeros policías que llegaron a la zona pudieron por fin dirigirse a su patrullero junto con los encuestadores para marcharse raudamente. Los rezos y súplicas habían sido escuchados.
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Nota: La imagen, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente dirección electrónica: https://bit.ly/3oeZUXI
Referencias bibliográficas
ROMÁN ENCINAS, Marco Antonio. «Los cazapishtacos». En Temple Luna. Revista de escritores independientes. N° 2, noviembre del 2021, pp. 18-20. Consultado el 29 de noviembre del 2021 en https://bit.ly/3oeZUXI
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