Las dos citas que aparecerán líneas adelante tal vez sorprendan al lector porque resultan contradictorias en su cotejo a pesar de haber sido emitidas por un mismo escritor, aunque en dos épocas distintas.
Son casos que ocurren incluso con los mejores literatos, con los consagrados y multipremiados, y que no deben sorprendernos mucho porque el ser humano no se caracteriza por su perfección, sino porque a pesar de sus defectos logra sobreponerse a sí mismo para crear obras de gran valor y perdurables en el tiempo.
Por tal razón, en esta entrada no me interesa tanto resaltar la contradicción de un escritor notable, sino la explicación maravillosa que hace ese mismo escritor de cómo una realidad ficticia proveniente de una novela logra suplir o suplantar la realidad.
En el Diálogo sobre la novela latinoamericana (1988), que, como se sabe, es una transcripción del encuentro que tuvo lugar en septiembre de 1967 entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa en las instalaciones de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), el Nobel colombiano señala lo siguiente acerca de una escena de su obra Cien años de soledad:
Esta historia de las bananas es totalmente real. Lo que pasa es que hay un raro destino en la realidad latinoamericana e inclusive en casos como el de las bananeras que son tan dolorosos, tan duros, que tienden, de todas maneras, a convertirse en fantasmas. […] Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue crear mercancía para los comisariatos de la compañía, y a los obreros no les pagaban en dinero, sino que les entregaban vales para que cobraran en las comisarías bananeras. Les daban unos bonos con los cuales compraban en los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía bananera traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo, y en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar al ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron.
Lo que te digo es que esta historia del libro la conocí yo diez años después, y cuándo encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina por decreto se olvida un acontecimiento como el de los tres mil muertos… Esto que parece fantástico está extraído de la más miserable realidad cotidiana.
[…]
VARGAS LLOSA: O sea que el episodio de la matanza de los obreros no sólo es histórico, sino que…
GARCÍA MÁRQUEZ: No solo es histórico sino que mi novela da el número del decreto por el cual se autorizaba para matar a bala a los trabajadores y da el nombre del general que lo ha firmado y el nombre de su secretario. Están puestos allí. Eso está en los archivos nacionales y ahora lo ven en la novela y piensan que es una exageración…» (1988: 31 y 32).
Sin embargo, lo que dice García Márquez en su libro La bendita manía de contar de 1998 contradice lo afirmado antes en 1967 (hace treinta y un años) y confirma de algún modo lo señalado por Vanessa Vallejo en un artículo del 2018 en el que refiere que lo de las bananeras fue un fallido intento de sublevación porque no hubo en realidad una «masacre»:
… Cien años de soledad es ficción de la primera a la última página […]. Otro ejemplo […]: el de la masacre de las bananeras. Eso de la gente que se reunió en la plaza y no aceptó el ultimátum del ejército…, bueno, eso ocurrió el mismo año en que yo nací. Crecí oyendo hablar de ese drama y fui haciéndome una imagen de todo aquello… Y un buen día, cuando quise reconstruirlo para la novela, me di cuenta de que no tenía ninguna información documental, ningún dato fidedigno sobre la matanza. Empecé a averiguar y al cabo me quedó una sola duda: ¿Los muertos habían sido tres o siete? Cuando uno ve la placita donde estaban los trabajadores, y piensa en el movimiento sindical de la época, en un pueblito como aquél, llega a la conclusión de que no debieron ser más de tres o siete, efectivamente. Pero ya yo tenía escritas las dos terceras partes del libro y me dije que en una historia donde la gente sube al cielo y hace cosas semejantes, no tenía sentido meter sesenta personas en una placita y ocasionarles tres muertos. Así lo que hice fue llenar de gente una plaza enorme y disparar a mansalva y ocasionar tres mil muertos, una verdadera masacre, a la altura de la novela. Además, estaba atrapado en un círculo vicioso, porque yo había hablado antes de un tren con muchísimos vagones, uno de esos viejos trenes bananeros tan largos que tenían que llevar una locomotora delante, halando, y otra detrás, empujando, para poder trasladar al puerto todo el banano. Esos trenes demoraban horas en pasar. Los recuerdo perfectamente. Había un barrio en el pueblo cortado por la línea del ferrocarril y para llegar allí, cuando pasaba el tren, uno tenía que armarse de paciencia y sentarse a esperar… Arrastraban como cuarenta vagones, que no es poco, pero en la novela yo necesitaba que fueran doscientos. Y como esos vagones, después de la masacre, tenían que llenarse de muertos —para echarlos al mar, como bananos podridos—, yo necesitaba meter mucha gente en la plaza y desatar allí una balacera que produjera cuando menos tres mil muertos. ¿Qué pretendía yo con esa manipulación? ¿Documentar la matanza de las bananeras? No. Lo que yo quería era trasladar al espacio imaginario de Cien años de soledad el impacto que la evocación de ese suceso había producido en mí cuando yo era niño. Previamente la memoria colectiva había pasado el hecho a mi memoria, y ahora yo podía evocarlo, exagerándolo, como si lo hubiera vivido (1998: 112-114).
Y la explicación maravillosa que hace García Márquez acerca de cómo la ficción logra suplir o suplantar la realidad se encuentra en estas líneas que proceden también del libro anteriormente mencionado:
… Pero la cosa no terminaba ahí. Lo lindo es ver cómo la ficción puede llegar a suplantar la realidad, cómo un buen día la fábula se hace historia. Resulta que en uno de los aniversarios del episodio de las bananeras, el senador de la región hizo un discurso en el Congreso protestando porque no se conmemoraba como era debido aquella fecha histórica, “la tragedia donde tres mil compatriotas sacrificaron sus vidas en aras de…” etcétera, etcétera. Y cuando yo abro el periódico y leo aquello, me digo: “Esto ya es el despelote”» (1998: 114).
Y, seguramente, no es este el primer caso, ni será el último, en el que la ficción suplante a la realidad.
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Nota: La foto que aparece en esta entrada procede de la siguiente dirección electrónica: https://bit.ly/3bveFyp
Bibliografía
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. La bendita manía de contar. Barcelona: Ollero & Ramos Editores, 1998.
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel y VARGAS LLOSA, Mario. Diálogo sobre la novela latinoamericana. Lima: Editorial Perú Andino, 1988.
VALLEJO, Vanessa. «No hubo “masacre” de las bananeras, fue un fallido intento de sublevación». En página web de PanAm Post, 7 de diciembre del 2018. Consultado el 30 de octubre del 2021 en https://bit.ly/3bveFyp
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