Me satisface saber que mi cuento breve, «El temor de Perlita», fue publicado el 19 de diciembre del 2020 en la página web española Estilográficas, en la sección Confinamiento (ver: https://tinyurl.com/yckpplvz), por las cualidades y méritos que le han encontrado. Razón por la cual agradezco a sus administradores por dicho reconocimiento.
He decidido publicarlo aquí también, en mi blog, y de manera gratuita, para quienes no han tenido oportunidad de leerlo, y con la esperanza que también sea de su agrado.
EL TEMOR DE PERLITA
No sabía cómo ni cuándo se había infectado ni quién lo había hecho, pero eso ya no le importaba tanto. La prioridad para Perlita ahora era sobrevivir encerrada en su cuarto de La Victoria. En esa casa, vivía también su madre y su hermano Pablo, pero no podía estar en contacto directo con ellos.
Ya el gobierno había decretado el confinamiento obligatorio en todo Perusalén desde la quincena de marzo, por lo que ni Perlita ni ninguno de sus familiares podía salir de casa salvo para comprar alimento o botar la basura. El ministro de Salud había informado por televisión que los casos leves no requerían hospitalización, sino solo los casos graves, los cuales serían internados en el Hospital de Ate, que aún no se terminaba de acondicionar, luego de más de tres semanas de haberse hecho el anuncio. También dijo el ministro aquella vez: «Tarde o temprano, todos vamos a terminar infectados del coronavirus».
Eso último asustó mucho a Perlita, y no supo bien por qué, pero lo sintió como una bofetada. Los médicos y enfermeras que la volvieron a revisar en el Hospital Dos de Mayo, días después, estaban cubiertos con bolsas de basura negra y mascarillas con varios días de uso porque no llegaban las prendas de recambio, y no se acercaban mucho a ella. Le iban a hacer una nueva prueba para ver si ya estaba recuperada, pero como se le escapó una tos, le dijeron que mejor regrese cuando no presentara síntomas, y que siguiese tomando paracetamol y azitromicina y los remedios caseros que le recetaron antes.
A los días, el ministro de Salud dio otra declaración a los medios de prensa: «Se vienen semanas muy duras y difíciles. La epidemia se hará presente en nuestro país en toda su plenitud. Roguemos a nuestros dioses, abracémonos y enfrentemos ese mal juntos». Perlita se sintió confundida esta vez: abrazarse iba en dirección contraria al distanciamiento social propuesto por el gobierno. Tampoco entendía Perlita por qué el ministro hablaba de dioses, cuando ella y la mayoría del país conocía solo uno. Por un momento, llegó a pensar que a los gobernantes de su país no les interesaba la salud de la gente, y sacudió su cabeza tratando de deshacerse de esa idea.
Ella buscaba distraerse viendo videos musicales con mensajes alegres en YouTube, pero al acabar de escuchar «La canción de la alegría», interpretada por el Puma, le llegó un mensaje de una noticia de uno de sus grupos de WhatsApp. Al abrir el enlace leyó un fragmento de la declaración que dio el ministro de Salud a una radio local: «Mi gestión está trabajando eficientemente por la salud de los perusolomitanos. Un grupo de infectados por coronavirus va a morir en el hospital; otro en la calle, en albergues o en sus casas. Para esto se creará un comando humanitario de levantamiento de cadáveres». Al segundo, se escuchó un ruido seco en la habitación. A Perlita, se le había caído el celular al suelo de la impresión. Cuando se agachó a recogerlo, sintió un mareo leve, y pensó otra vez que a las autoridades de su país no les importaba que las personas pudiesen morir a causa del virus, pero sacudió nuevamente su cabeza tratando de deshacerse de esa idea que ya empezaba a angustiarla.
En su casa, Pablo hacía las compras en el mercado con los ahorros que tenía y que ya se le iban agotando. Iba con su mascarilla y unos guantes de goma. En el norte de Perusalén, se incumplía más la cuarentena obligatoria que en el resto del país, pero la mayor parte de los perusolomitanos la estaba acatando. Y a pesar de ello el presidente, en sus declaraciones a la prensa, que se repetían a cada momento en los noticieros de la mañana, la tarde y la noche, y en las redes sociales, no dejaba de mencionar que el aumento de contagios se debía a la imprudencia de la gente que no permanecía en sus casas en plena cuarentena, y que la policía ya había apresado a once mil personas por incumplir las últimas disposiciones. Pero en el país somos treinta millones de perusolomitanos y la mayoría acata el confinamiento, pensaba en su interior, Perlita, porque se sentía aludida y trataba de defenderse de esa injusta acusación. Ella siempre fue una mujer responsable.
Sus dolores de cabeza empezaron cuando se informó más acerca del modo en que el gobierno trataba de buscar soluciones a los problemas creados por la pandemia. Por ejemplo, el bono de 380 soles ofrecido por el presidente no le tocó a ella ni a sus familiares, sino a un vecino que tenía una casa de cuatro pisos y dos tiendas, y se suponía que era para los más necesitados. Después dijeron que habría un bono universal de 760 soles para trabajadores independientes, eso la entusiasmó al principio, pero, luego, al ver la noticia de que el anterior bono había sido destinado a diez mil fallecidos y que la fiscalía investigaría el caso, se desanimó de nuevo. Entonces, se acordó de esa frase que no recordaba dónde la había leído, que decía que, para evitar desilusiones, era mejor no esperar nada de nadie.
Su hermano le dejó a Perlita un plato descartable de comida y un vaso también descartable de maracuyá en la puerta de su cuarto, y le tocó tres veces para que saliera a recogerlos; la saludó en voz alta para que la oyera y le dijo que ya podía recoger su almuerzo. Y se fue antes de que saliera. El virus los había condenado a vivir así, como seres extraños. Era como una tortura china eso de vivir sin el afecto y la compañía de los seres queridos. Ella se metía una cucharada de causa a la boca sin prisa, como si no disfrutara de comer, a pesar de que su madre cocinaba muy bien. Y miraba las nubes por la ventana como pidiendo ayuda al cielo, mientras masticaba el arroz mezclado con papa amarilla y atún sin sentir bien su sabor.
Perlita pasaba todo el día en su cuarto, solo con su celular y sus libros, aunque ahora no podía concentrarse en leer a Dale Carnegie, pues su mente solo le pedía noticias sobre el coronavirus obstinadamente y nada podía hacer contra ello, porque la música solo lograba evadirla de la realidad por un momento. A su casa, fueron los médicos un martes, después de varias postergaciones, para tomarle la prueba de descarte a su mamá y a su hermano. El resultado también demoró en llegar.
En las noticias colgadas en el fanpage de un diario, Perlita pudo escuchar las declaraciones del alcalde de La Victoria: «He sido citado por una comisión del Comando Conjunto, porque nos han dado una tarea bastante triste, que consiste en que desde los talleres de Gamarra fabriquemos las bolsas para los muertos por el virus». Como Perlita no creía lo que estaba escuchando y el video de esa declaración estaba colgado en Facebook, volvió a verlo en su celular. Si alguien se lo hubiese contado, no lo hubiera creído. Ella hubiese preferido que les manden a confeccionar las mascarillas para todos los perusolomitanos. Pero lo que dijo el alcalde a continuación la sorprendió más: «Otro punto que me pidió el Comando Conjunto es un cementerio temporal. Les expliqué que el distrito no tiene espacios grandes, abiertos y cercados. Entonces, el único sitio para ello sería este famoso Parque del Migrante».
Sí, a solo una cuadra de su casa y en medio de mercados, galerías, centros comerciales y una estación del tren eléctrico. Y otra vez volvió a sentir que a las autoridades de su país no les importaban las vidas de las personas, pero esta vez no pudo quitarse esa idea de la cabeza tan fácilmente, tuvo que sacudirla varias veces para lograrlo, y una lágrima empezó a resbalar por su mejilla izquierda.
Y Perlita se decía a sí misma que no tenía sentido hacer de un parque un cementerio y encima en una zona urbana y muy poblada, cuando había en Lima muchas zonas desérticas que se prestaban mejor para ello y sin poner en peligro a la población del distrito. Y pensaba que el día en que trajesen los muertos a ese parque ya nadie iba a querer ir a Gamarra, que era el polo de atracción de compradores en su distrito y en donde ella también vendía antes sus pantalones jeans, y que terminaría de hundir la vida comercial de la zona. Y pensó además que, tal vez, si ella, o sus familiares, empeoraran y falleciesen, los llevarían allí, y otra lágrima más corrió por su rostro acongojado.
Los días transcurrían rápido, a pesar del enclaustramiento y de no trabajar. A la semana siguiente, le compartieron a Perlita otra noticia del ministro de Salud en donde este anunciaba que había enviado a Loreto desde Lima, donde ya habían muerto cinco médicos y una enfermera, sesenta balones de oxígeno. Mi prima, que era enfermera en el hospital de la zona, me contó lo ocurrido por WhatsApp. El personal médico estaba asustado, había muchos pacientes que no podían respirar. Y había bolsas negras con cuerpos amontonados a la espalda del recinto. Cuando llegaron los balones de oxígeno se alegraron mucho los doctores. Les pareció raro que no fueran tan pesados, pero no podían perder tiempo. Los llevaron a la zona de emergencia y los conectaron inmediatamente, y cuando abrieron la válvula se dieron con la sorpresa: estaban vacíos. Perlita se sacudió la cabeza nuevamente varias veces, pero fue en vano. Y de la sala escuchó el timbre del celular de su hermano, llamaban del Hospital Dos de Mayo. No escuchó qué le decía el médico, pero, después que terminó la llamada, pudo percibir los sollozos de Pablo.
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Nota: La imagen, al inicio de esta entrada, fue obtenida de la siguiente dirección electrónica: https://tinyurl.com/y7o46kqy
Bibliografía
ROMÁN ENCINAS, Marco Antonio. «El temor de Perlita». En página web de Estilográficas, 19 de diciembre del 2000. Recuperado de https://tinyurl.com/yckpplvz
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