Los grandes
clásicos de la literatura traen consigo, con frecuencia, los inconvenientes de
su adecuada comprensión. El caso que pasaremos a contar resulta emblemático
sobre lo antedicho.
En La orgía perpetua. Flaubert y «Madame
Bovary», Mario Vargas Llosa escribe sobre cómo Gustave Flaubert fue
incomprendido y atacado por la crítica de su tiempo, corriente a la que muy
pocos dejaron de plegarse. La siguiente generación lo reivindicó, pero «luego
la literatura francesa menospreció a Flaubert», y esto duró «hasta la década
del cincuenta» (1975: 48).
Pero hay más:
Los
existencialistas —nos refiere Vargas Llosa—, convencidos de que la literatura
es una forma de acción y de que el escritor debe participar con todas sus
armas, empezando por la pluma, en el combate de su tiempo, difícilmente podían
tolerar su fanatismo de la forma, su aislamiento desdeñoso, su artepurismo, su
desprecio de la política. Olvidando que lo esencial de Flaubert es la obra y no
sus humores y opiniones personales, extendieron hacia las novelas el desagrado
que les producía ese ermitaño de Croisset que batallaba contra las palabras
mientras se venía el mundo abajo. Esta actitud encuentra su expresión más
airada en las frases contra Flaubert de Sartre, en [su ensayo] Situations, II… (ibid.).
Y a este último
punto es al que quería llegar: «En la década del sesenta, la valoración de
Flaubert en Francia cambió radicalmente; el menosprecio y olvido se
convirtieron en rescate, elogio, moda» (ibid.).
Sartre, detractor del novelista francés, cambiaría, a su vez, su postura. Él comenzó a «hacer algo que
puede considerarse una laboriosa y monumental autocrítica» (1975: 53).
En esto «había
un considerable giro, un tránsito del desprecio hacia el respeto, una voluntad
de comprensión muy distinta del úkase inicial. Ese proceso ha culminado en los
tres volúmenes de L’Idiot de la famille [El idiota de la familia]» (1975: 54). Un estudio sobre Flaubert que «congeniando a Marx, Freud y el
existencialismo atendiera totalizadoramente a los aspectos sociales e
individuales de la creación» (1975: 53 y 54).
El proyecto del
filósofo francés, sin embargo, quedará inconcluso, pues este
… de pronto
descubre que el trabajo emprendido ha tomado tales proporciones que ya no
tendrá tiempo —ni, sin duda, ganas— de llevar a término la empresa. El
resultado es un bebé monstruo…, un producto frustrado y genial. Eso se llama,
desde luego, caer con todos los honores, ser derrotado por exceso de audacia:
sólo ruedan hondo los que han trepado alto (1975: 58).
Como explica
Vargas Llosa, algo similar le pasó al mismo Flaubert con su novela Bouvard et Pécuchet, por eso infiere:
La idea de
representar en una novela la totalidad de lo humano […] era una utopía
semejante a la de atrapar en un ensayo la totalidad de una vida, explicar a un
hombre reconstruyendo todas las
fuentes […] de su historia, todos los afluentes de su personalidad visible y
secreta. En los dos casos el autor intentaba desenredar una madeja que tiene
principio, no fin (1975: 59).
El escritor
peruano se muestra, no obstante, comprensivo y acertado cuando dice:
Pero es evidente
que en ambos casos en el defecto está el mérito, que la derrota constituye una
suerte de victoria, que en ambos casos la comprobación del fracaso sólo cabe a
partir del reconocimiento de la grandeza que explica y que hizo inevitable ese
fracaso (ibid.).
El cambio que
experimentó la apreciación de Sartre sobre Flaubert se puede sintetizar en esta
frase:
El más irreductible
de sus críticos, el enemigo más resuelto de lo que representó Flaubert como
actitud ante la historia y el arte, dedica veinte años de su vida y tres
millares de páginas a estudiar su “caso” y reconoce que el hombre de Croisset
fundó, junto con Baudelaire, la sensibilidad moderna (1975: 54).
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Nota: La imagen, al inicio de esta entrada, se obtuvo de la siguiente dirección
electrónica: http://goo.gl/6NS1iS
Bibliografía
VARGAS
LLOSA, Mario. La orgía perpetua. Flaubert y «Madame Bovary». Barcelona, Editorial
Seix Barral, 1975.
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