Matilda,
de
Roald Dahl, es una novela infantil que tiene, por momentos, un lenguaje muy violento,
salpicado de adjetivos altamente ofensivos en boca de los padres de Matilda, el
señor y la señora Wormwood, de la directora de la escuela primaria Crunchen,
Agatha Trunchbull, y, en menor grado, de Hortensia, la niña robusta de diez
años con un grano en la nariz.
Solo ocasionalmente
emplea Matilda ese tipo de adjetivos, y se entiende que es por la influencia
negativa que ejercen sobre ella sus padres, y, afortunadamente para ella, es lo
único en que se observa ese rastro familiar en su personalidad, pues sus
progenitores no son precisamente un modelo a seguir, sino todo lo contrario.
Con esa nítida
delimitación, queda claro que el autor no emplea ese lenguaje agresivo porque
esté de acuerdo con él, sino porque desea plasmar con mayor verosimilitud ese
mundo injusto y poco estimulante que le ha tocado vivir a la niña precoz,
aunque los cuatro personajes mencionados en las primeras líneas de esta entrada
se conviertan en ese esfuerzo, exagerado por momentos y por esa misma razón, en
caricaturas.
Ello contrasta con el
lenguaje de la señorita Honey, que vendría a ser la otra cara de la moneda, con
un trato de palabra siempre cordial, amable, amigable y empático. De hecho, el
único momento en que la profesora parece perder por un instante la paciencia es
cuando, al ir a hablar con el padre de Matilda sobre el talento extraordinario
y el futuro de su hija, este prefiere ver la televisión (2001: 85).
La digresión previa era una aclaración necesaria para calmar mis escrúpulos al respecto y sobre otro elemento negativo del personaje que es el ánimo de vindicta contra sus padres (algo que no se debe inculcar ni alentar en los menores y mucho menos en los adultos), y poder mostrar con tranquilidad a la Matilda lectora, y eso haré en las siguientes líneas. Un caso de precocidad lectora que, debo reconocer, no me convence del todo en sus detalles, pero que vale la pena reproducir:
Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola, valiéndose
de los periódicos y revistas que había en su casa. A los cuatro leía de corrido y empezó, de forma natural, a desear tener
libros. El único libro que había en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía a su madre.
Una vez que lo hubo leído de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las
recetas, decidió que quería algo más interesante (2001: 9).
Suena inverosímil eso
de que una niña de cuatro años lea un libro de recetas de cocina de cabo a
rabo, pero al menos el narrador justifica esa escena con la que le sigue: entonces,
Matilda decidió pedirle a su padre que le compre un libro, algo más interesante para leer. Este no quiso
hacerlo y le dijo que ya habían comprado un «precioso televisor de doce
pulgadas» (2001: 9). [Advertencia: no se le ocurra a ningún padre cometer este
error, pues no todos los niños son tan persistentes en sus deseos como
Matilda].
Debido a ello, la niña
decidió ir a la biblioteca pública del pueblo y se presentó con la señora
Phelps, quien le mostró la sección infantil del recinto. Cuando hubo devorado
todos los libros de esa sección, la bibliotecaria le ayudó a escoger, entre la
variedad de libros que leen las personas mayores, Grandes esperanzas, de Charles Dickens.
Al cabo de una semana,
Matilda terminó de leerlo. Luego continuó con otros libros de ese escritor y de
Charlotte Brontë, Jane Austin, Thomas Hardy, Mary Webb, Rudyard Kipling, H. G.
Wells, Hemingway, Faulkner, Priestley, Steinbeck, Graham Greene y George
Orwell.
Una muestra de la
asimilación de esas lecturas se puede observar en la siguiente conversación
sostenida entre la niña y la bibliotecaria:
—El señor Hemingway dice algunas
cosas que no comprendo. —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres.
Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que
me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.
—Un buen escritor siempre te hace
sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes de las cosas que
no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras, como la música (2001: 15 y 16).
Pero la escena
más interesante sobre esta niña superdotada ocurre en su primer día de clases,
cuando su profesora, la señorita Honey, descubre sus talentos en matemáticas y
letras. Sobre la segunda materia, la maestra preguntó quién sabía deletrear la
palabra gato. Tres alumnos de la
clase levantaron la mano: Lavender, Nigel y Matilda. Pero cuando la profesora
escribió en la pizarra Yo ya he aprendido
a leer frases largas, solo Matilda pudo leer la frase completa, ello motivó
que le preguntara: «¿Cuánto puedes leer… ?». A ello, la niña contestó:
—Creo que puedo leer la mayoría
de las cosas, señorita Honey —respondió Matilda—, aunque no siempre entiendo el
significado.
La señorita Honey se puso en pie
y salió rápidamente del aula, regresando al cabo de treinta segundos con un
grueso libro. Lo abrió al azar y lo dejó sobre el pupitre de Matilda.
—Este es un libro de poesía
humorística —dijo—. Veamos si eres capaz de leer en voz alta.
Tranquilamente, sin una pausa y a
buena velocidad, Matilda comenzó a leer.
«Un sibarita, cenando en Siso
encontró un ratón de buen tamaño
en su guiso.
No grite —el camarero le dijo—
ni se lo diga a nadie, pues de
fijo
los demás querrán también otro en
su plato».
Algunos niños captaron el lado
humorístico de la rima y se rieron. La señorita Honey preguntó:
—¿Sabes lo que es un sibarita,
Matilda?
—Alguien que es muy exquisito con
la comida —respondió Matilda.
—Es correcto —dijo la señorita
Honey—. ¿Y sabes, por casualidad, cómo se llama ese tipo de poesía?
—Se llama quintilla —dijo
Matilda—. Esta es preciosa. Tiene mucha gracia.
—Es muy conocida —dijo la
señorita Honey, recogiendo el libro y regresando a su mesa frente a la clase—.
Una quintilla ingeniosa es muy difícil de escribir —añadió—. Parecen fáciles,
pero, desde luego, no lo son.
—Lo sé —dijo Matilda—. Yo he
escrito algunas, pero las mías no son nada buenas.
—Has escrito algunas, ¿eh? —dijo
la señorita Honey más asombrada que nunca—. Bien, Matilda, me encantaría mucho
escuchar una de esas quintillas que dices que has escrito. ¿Te acuerdas de
alguna?
—Bien —dijo Matilda, dudando—.
Ahora mismo, mientras estábamos sentados he ido intentando hacer una sobre
usted, señorita Honey.
—¿Sobre mí? —exclamó la señorita
Honey—. Bueno, oigámosla, ¿no?
—No me atrevo a recitarla,
señorita Honey.
—Recítala, por favor —dijo la
señorita Honey—. Te prometo que no me va a molestar.
—Creo que sí, señorita Honey,
porque he incluido su nombre de pila y por eso no quiero recitarla.
—¿Cómo sabes mi nombre de pila?
—preguntó la señorita Honey.
—Antes de entrar oí a otra
profesora llamándola —respondió Matilda—. La llamó Jenny.
—Insisto en escuchar esa
quintilla —dijo la señorita Honey, desplegando una de sus raras sonrisas—.
Levántate y recítala.
Matilda se puso en pie de mala
gana y muy despacio, y muy nerviosa, recitó su quintilla:
«Lo que de Jenny todos tenemos en
mente
es si probablemente
hay en esta escuela bendita
chicas de cara tan bonita.
La respuesta a eso es:
¡Ninguna!».
El rostro pálido y agradable de
la señorita Honey enrojeció. Luego, volvió a sonreír una vez más. Esta vez fue
una sonrisa más abierta, una sonrisa de puro placer (2001: 69 y 70).
La curiosidad de
la señorita Honey por los talentos de Matilda hizo que se olvide del resto de
la clase y se dirigiese exclusivamente a la niña:
—¿Quién te ha
enseñado a leer, Matilda? —preguntó.
—He aprendido sola,
señorita Honey.
—¿Y has leído
libros tú sola? Me refiero a libros para niños.
—He leído todos los
de la biblioteca pública de la calle Mayor, señorita Honey.
[…]
—Dime uno que te
haya gustado.
—Me gustó El león, la bruja y el armario —dijo
Matilda—. Creo que C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto.
En sus libros no hay pasajes cómicos.
—En eso tienes
razón —dijo la señorita Honey.
—Tampoco hay
pasajes cómicos en los de Tolkien.
—¿Crees que todos
los libros para niños deben tener pasajes cómicos? —preguntó la señorita Honey.
—Sí —dijo Matilda—.
Los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse (2001:
71-73).
No obstante, el
capítulo donde se vislumbra al genio del narrador y del personaje Matilda se
titula «El tercer milagro». En aquel episodio, la niña emplea sus poderes
telequinésicos contra la directora (2001: 198-207), pero como no está relacionado
con la lectura sino tangencialmente, invitamos al lector a que lo lea
directamente del libro, aunque para una mejor degustación de lo allí relatado hace
falta leer previamente los dos capítulos anteriores al mencionado: «Los
nombres» y «La práctica».
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ha sido de tu agrado o te ha sido útil, compártela con tus seres queridos como un obsequio de Navidad. Y felices fiestas a todos los lectores de este blog.
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Nota: La imagen de la película Matilda, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente dirección
electrónica: http://www.bebesymas.com/ser-padres/matilda-una-nina-extraordinaria-a-pesar-de-sus-padres
Bibliografía
DAHL,
Roald. Matilda. Madrid: Editorial
Santillana, 2001.
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