Las anécdotas que voy a mencionar
aquí eran muy conocidas por mi generación (la de los migrantes digitales) y
quizá no tanto por las nuevas generaciones (las de los nativos digitales), por
lo que traerlas a la memoria se justifica plenamente.
No me he propuesto indagar sobre si
estas historias ocurrieron realmente, si han sido retocadas o proceden de la
imaginación de algún avispado escritor. Considero sí que, por contener un
mensaje válido o por estar escritos con mucho ingenio, vale la pena
difundirlos. En todo caso, y en relación a su autenticidad, me limito a
consignar la fuente de donde las he tomado.
En el libro biográfico Isaac
Newton, de Héctor Domecq, se narra lo siguiente sobre el más grande
científico de todos los tiempos:
La anécdota que relaciona sus
primeros pensamientos sobre la ley de la gravedad con la observación casual de
Newton de una manzana cayendo de alguno de los frutales de su jardín fue
propagada por Voltaire (que conocía a la sobrina de Newton), quien la [sic]
publicó la historia en letra impresa.
Un
día cualquiera del año 1665, Isaac Newton se hallaba saboreando una taza de té
en el jardín de su casa natal de Woolsihorpe cuando, de repente, una manzana
cayó del árbol y fue a dar de lleno sobre su cabeza.
Como
buen científico, acostumbrado siempre a buscar el porqué del más mínimo detalle
que se le presentara, este hecho tan banal fue, precisamente, el que le sirvió
de inspiración para el desarrollo de su gran teoría de la gravitación
universal. ¿Por qué caía la manzana sobre la Tierra y no sucedía lo mismo con
la Luna [sic; faltó el signo de interrogación de cierre: «?»]. En un
famoso pasaje, el propio Newton relataba, cincuenta años más tarde, que en ese
bienio había hallado el método de las series aproximadas para reducir la
dignidad (potencia) de un binomio; el método de tangentes; la teoría de los
colores…
«Y
el mismo año comencé a pensar que la gravedad se extiende a la órbita de la
Luna y (…) deduje que las fuerzas que mantienen los planetas en sus órbitas
debían de ser proporcionales a la inversa de los cuadrados de sus distancias a
los centros alrededor de los que giran; en consecuencia, comparé la fuerza
necesaria para mantener la Luna en su órbita con la fuerza de la gravedad en la
superficie de la Tierra, y encontré que la respuesta era muy aproximada».
«Todo
esto —señala— fue en los años de la plaga de 1665-1666. Porque en ellos yo
estaba en mi mejor edad mental para la invención y me interesaban las
matemáticas y la filosofía más que en ninguna otra época posterior».
«Anni
mirabiles» («Años maravillosos») se ha llamado a ese bienio 1665-1666,
puesto que, al parecer, en su transcurso Newton ideó todo lo que le debe la
ciencia (s/a: 12-14).
En el libro Leonardo da Vinci, también
de Héctor Domecq, se registra otra anécdota relacionada, esta vez, con La
última cena, del gran pintor, escultor, arquitecto, ingeniero y científico italiano:
«La
última cena» fue pintada por Leonardo da Vinci, el tiempo que le llevó terminar
de pintar el cuadro fue de siete años y las figuras que le sirvieron como
modelo para representar a los doce y al mismo Cristo fueron personas, escogiéndose
en primer lugar a la figura que sería Judas Iscariote.
Como
se sabe, Judas Iscariote fue el apóstol que traicionó a Jesús, por treinta
pesos de plata. Semana tras semana Da Vinci buscó un rostro marcado por las
huellas de la deshonestidad, avaricia, hipocresía, traición y crimen. Una cara
que reflejara abiertamente el carácter de alguien que traicionaría a su mejor
amigo, a su maestro, a su guía. Después de pasar por múltiples experiencias
desalentadoras, en su búsqueda por el tipo de persona requerida para
representar a Judas, una información vino a Leonardo da Vinci, la de un hombre
cuya apariencia satisfacía completamente todas las respuestas formuladas, se le
había encontrado en Roma, sentenciado a morir por una terrible vida de vileza y
crimen.
Da
Vinci emprendió el viaje sin demora hacia Roma y se llevó a este hombre de la
prisión a plena luz del sol. Era un joven de piel oscura, sucio y su pelo lucía
largo y descuidado, representaba perfectamente el papel de Judas para su
pintura. No se había equivocado para nada. Mediante un permiso especial del
rey, se trasladó al prisionero hasta la ciudad de Milán, donde se pintaría el
cuadro, durante muchos meses este hombre posó para Leonardo da Vinci y
continuamente se esforzaba por plasmar en su pintura a este modelo algo
insólito. Al terminar la obra volvió la mirada a los guardias, y dijo: «He
terminado por fin, se pueden llevar al prisionero si desean», al llevárselo los
guardias, el prisionero se soltó repentinamente y corrió hacia Leonardo da Vinci
y llorando amargamente a mar abierto le dijo: «Por favor, dame una oportunidad,
ya que verdaderamente me sentí Judas Iscariote, por la vida que he llevado, no
me pagues nada, solamente déjame en libertad. Por favor, te lo pido». A
Leonardo da Vinci le sorprendió la cara de arrepentimiento de este hombre y lo
dejó en libertad. Aproximadamente durante seis años, Leonardo continuó
trabajando en su atractiva y peculiar obra de arte, uno a uno fueron
seleccionados los personajes, cuyas características se asemejaron abiertamente
a las de los doce apóstoles, dejando de lado a la figura que representaría a
Jesús, el cual sería el personaje más importante de su pintura. Sin duda
alguna.
Se
examinaron con profundo y exhaustivo detalle a algunos jóvenes que podían
representar a Jesús, esforzándose por encontrar un rostro cuya personalidad
reflejara inocencia, transparencia y una profunda pureza, la misma que
estuviera libre de las huellas del pecado, un rostro que destilara belleza
absoluta. Finalmente, después de semanas tras semanas de intensa búsqueda, se
seleccionó a un joven de 33 años de edad, quien representaría a Cristo. Durante
seis meses sin descansar, Leonardo trabajó en el personaje principal de su
obra. Al terminar se acercó al joven para pagarle por sus servicios, pero este
no le aceptó el dinero y con una ligera sonrisa le dijo: «¿No me reconoces?».
Da Vinci, sorprendido, le respondió que no lo conocía: «La verdad, nunca te he
visto, acepta este dinero, te lo pido, por favor»… El joven respondió: «¿Cómo
podría cobrarte?... Si hace seis años me diste una oportunidad y yo la
aproveché para entregársela a Cristo. ¿Ahora ya sabe quién soy, verdad?»…
efectivamente, había sido el mismo hombre que había representado a Judas
Iscariote y que el mismo Leonardo da Vinci le había dado la libertad (s/a: 24-25).
Y existe una anécdota atribuida a
Otto von Bismarck en el libro Los titanes de la oratoria, de la Editora
y Distribuidora Santa Bárbara, que revela un gran ingenio (aunque a algunas
mujeres pueda no gustarle, lo cual sería comprensible) y que, por ello, reproduzco:
En
un baile en San Petersburgo, Otto von Bismarck conversó largamente con su
compañera de baile, dispensándole sus habituales halagos y galanterías. Sin
embargo, la mujer durante todo el tiempo permaneció esquiva y no contestó
amablemente a ningunos de ellos. Finalmente, exclamó:
—No
se puede creer en nada de lo que digan los diplomáticos —sentenció.
—¿Cómo
es eso? —preguntó Bismarck.
—Está
claro: cuando un diplomático dice «sí», quiere decir «a lo mejor». Cuando dice
«a lo mejor», quiere decir «no». Y cuando dice «no», bueno, pues, entonces no
es ningún diplomático.
A
lo cual, Bismarck respondió:
—Madam,
tiene usted toda la razón, me temo que es parte de las desventajas de la
profesión. Sin embargo, piense que con ustedes las señoritas es justo lo
contrario.
—¿Cómo?
—preguntó la dama.
—Está
claro: cuando una señorita dice «no», quiere decir «a lo mejor». Cuando dice «a
lo mejor», quiere decir «sí». Y cuando dice «sí», entonces no es ninguna
señorita (s/a: 96-97).
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Nota: El autorretrato en tiza roja de Leonardo da Vinci, al inicio de esta
entrada, fue tomado de la siguiente dirección electrónica: https://tinyurl.com/y8tj9w9m
Bibliografía
DOMECQ, Héctor. Isaac
Newton. Lima: La República, s/a.
DOMECQ, Héctor. Leonardo
da Vinci. Lima: La República, s/a.
EDIBASA. Los
titanes de la oratoria. Lima: Editora y Distribuidora Santa Bárbara
(Edibasa), s/a.
Un placer saludarte de nuevo Marco Antonio; Estoy maravillado por tu ingenio a la vez de Tu buen gusto. Entre las anécdotas citadas, me quedo con la de Otto von Bismarck, pues hay cosas en el arte del amor o la seducción que han cambiado poco a lo largo de los siglos. Mas yo añadiría que, una señorita tiene siempre el privilegio de cambiar de parecer, sin dejar de ser por ello una señorita.
ResponderBorrarSaludos desde España, y un abrazo de tu amigo que no te olvida.
Agradezco tus palabras, Manuel. Y me alegra que estés de vuelta por estos lares virtuales y tener tu amistad. Siempre me han gustado las anécdotas relacionadas con los grandes personajes de la historia.
BorrarSaludos cordiales desde Perú y un abrazo para ti también.