DAGNINO,
Julio.
Lima:
Casa de la Literatura Peruana, 2.a ed., 2019.
No abundan las compilaciones de
textos de autores varios sobre la escuela, debido a ello, esa sola razón ya
convierte a este impreso en un gran acierto.
El libro está compuesto de catorce
relatos autobiográficos escritos entre 1982 y 1995 para la revista Autoeducación.
De esos catorce, solo uno de ellos expone una memoria escolar en el rol de
alumno y docente («Discípulo y maestro», de Jorge Eslava), el resto se circunscribe
al rol de alumno.
Ello se debe también en parte a que
no todos los autores han sido docentes de escuela, y lo han sido más bien, en
su mayor parte, de universidades. A otros, en cambio, no les provocaba hablar
de ello, al parecer, o no les pareció importante hacerlo.
Son dos los textos que más me
gustaron: «Sin ira y con nostalgia (mi colegio, etcétera)», de José Watanabe, y
«Compañero inseparable de mis primeras letras», de Luis Urteaga Cabrera.
El primero, porque relata de forma
muy amena la historia de un hacendado que hizo un pacto con el diablo para ser
dueño de la mayor parte del pueblo de Laredo, allá en Trujillo. Aunque, luego,
sus propiedades las comprarían los Gildemeister, y en la casa del hacendado se
haría la escuela de Laredo donde estudió José Watanabe. El escritor cuenta ello
en las siguientes líneas:
La casa de campo del dueño de Laredo, don José Ignacio Chopitea, estaba
a kilómetro y medio del pueblo, al final de una polvorienta avenida que se
abría entre cañaverales. […]. La casa tenía dos plantas y dos torres
puntiagudas. Era de adobe, aunque en su revestimiento simulaba ser de ladrillos
rojos; las torres eran de madera. Cerca había una pequeña ranchería de peones y
sirvientes, un molino de viento y una huerta de cerezas. […].
Dicen que cuando don José Ignacio, que había muerto en Lima, regresaba a
Laredo en tren y con bandera de luto, el demonio lo esperaba impaciente en esa
casa vacía. A través de las ventanas los sirvientes vieron su silueta
fosforescente sentada en un sillón. Hasta él llegó don José Ignacio cuando el
pueblo estaba recibiendo su cadáver lejos de allí, en la Alameda de la
Contrata. Llegó pálido y resignado a pagar con su alma los favores del demonio,
a cumplir el pacto que lo había convertido en el mayor hacendado del valle.
Algunos años después, las tierras de Laredo fueron compradas por los
Gildemeiester [sic; …]. La escenografía de cortinajes y sillas de Viena
de la antigua burguesía agraria fue desmontada por estos alemanes que habían
venido a modernizar. La casa de campo de don José Ignacio Chopitea pasó a ser
colegio. Ese fue mi colegio (2019: 48 y 49).
El segundo texto me gustó porque
Luis Urteaga Cabrera narra sin rubor lo que le ocurrió con el burro, propiedad
de su profesor. Y él era feliz con el burro y amaba esos momentos, según lo relata
en la siguiente cita:
El alumno que no supiera repetir algún pasaje de la mitología griega y
latina, se hacía acreedor a cargar de leña al burro, conducirlo por las calles
del pueblo y ofrecerla a grito pelado a los posibles compradores. Todos los
alumnos odiaban esta tarea debido al inmerecido desprestigio social de que
gozaba el burro. Yo lo amaba. Y debido a mi aversión incurable por el latín y
los guerreros griegos, era su acompañante más frecuente por las calles del
pueblo y las caminatas eran una especie de celebración. Imaginaba a mi amigo
provisto de ala, como el caballo de la mitología griega, repartiendo leña por
el mundo entero (2019: 109).
Otros dos textos sobre memorias
escolares que también me llegaron a gustar son los siguientes: «Mi niñez en la
escuela», de Cronwell Jara, y «Evocación», de Marcos Martos.
En el primer texto, el
resentimiento del autor a la profesora Chipoca, quien trataba mal a los alumnos
y también lo castigó a él a pesar de haber respondido bien una pregunta, se deja
percibir muy claramente; y más amable se muestra el escritor con la profesora
Gloria con quien aprendió sus primeras letras:
Cuando llegué a Lima debido a una solicitud de cambio de mi padre al
Hospital Mogrovejo, las nuevas clases de las primeras letras nos las daba a mis
hermanos y a mí Gloria Pizarro, la hija de don Víctor Pizarro, el dueño de los
humildes cuartos del callejón adonde llegamos a vivir, en la urbanización
Ciudad y Campo, en el Rímac. Gloria era profesora, profesional y eficiente,
además de hermosa; había organizado una especie de escuelita, a la vez que
jardín, en la sala de su misma casa, y fue la primera vez que me vi con muchos
compañeros y compañeras. Recuerdo que la
profesora Gloria organizaba actuaciones y que todos participábamos en algo;
unos recitaban poesías, otros hacían de actores, y mi hermano menor Armando y
yo salíamos a cantar rancheras mexicanas completamente vestidos de charros,
incluso con pistolas a la cintura; […]. La profesora Gloria, dije, era
profesional y eficiente, cierto, pero además era maternal y proporcionaba
ternura. Nunca nos trató mal, jamás nos dio ejemplares castigos. Y ciertamente
con sus buenos tratos, logré aprender regularmente las primeras letras. Fue el
año en que cumplía cinco (2019: 62).
En el texto de Marcos Martos, se puede
apreciar cómo el autor vivió una infancia feliz, y ello se puede percibir en su
discurso, a pesar de que también pasó un mal momento en el colegio La Salle de
Piura (de donde pasó al San Miguel, en donde no tuvo ese tipo de inconvenientes),
que cito:
… El colegio Salesiano de
Piura tenía entonces aspectos sombríos que, según ahora me doy cuenta, tienen
que ver con una educación mal planificada, más que con la bondad o maldad de
las personas, profesores, sacerdotes, encargados de la educación y la
disciplina. Nos hemos acostumbrado a escuchar que en otros tiempos había
palmeta escolar y ahora mismo oigo decir a personas que apenas si sobrepasan
los veinte años que en sus tiempos había palmeta. La conclusión es que hasta
ahora en el Perú no se erradicaba ese tenebroso método. Los profesores del
colegio Salesiano de Piura en los años cincuenta daban palmeta, ¡y de qué modo!
Lo peor es que no interesaba la índole de la falta; sin duda éramos bullosos,
andábamos con los dedos manchados de tinta, no hacíamos siempre las
interminables tareas, pero nuestros profesores eran ásperos y a veces crueles.
Nos colocaban en fila mirando la pared mientras seguía la clase solo para
aplicados y sobones. De pronto el favorito de la clase, venía con una regla
inmensa y arremetía contra nuestras canillas; el pantalón corto que llevábamos
ayudaba mucho al sadismo de este alumno a quien marginábamos de nuestros juegos
(2019: 73 y 74).
Hay otros cinco textos algo menos
vistosos a los ya mencionados, que son los siguientes: «Orfandad en el
internado», de Gustavo Valcárcel (en donde el autor cuenta cómo los estudiantes
becados del Colegio Salesiano de Lima pasaron a «engrosar la casta de los
parias» después de que «Sánchez Cerro diera su golpe de Estado de agosto de
1930 contra Augusto B. Leguía»; un texto que deja percibir su ideología de
izquierda [2019: 55]); «La vieja casa y sus fantasmas», de Magda Portal (en donde
la autora recuerda cómo una profesora del colegio de señoritas le requisaba sus cuadernos porque estaba
prohibido escribir versos en clase [2019: 70]); «Donde se inventó la palabra
acariciar», de Pedro Escribano (en donde el autor cuenta cómo aprendió a leer y
escribir antes de ir al colegio [2019: 82]; este texto desentona del resto por
el empleo de un lenguaje brusco por momentos); «Bajo mi carpeta, escondida», de
Rosina Valcárcel (en donde la autora cuenta su experiencia en colegios de Guatemala,
México y Perú [2019: 91-98]; es el texto más largo, y revela los vínculos de su
padre con políticos de izquierda radical con los que la autora se identifica,
pero sin convicción); y «Discípulo y
maestro», de Jorge Eslava (en donde el autor escribe en segunda persona [recurso
que para una memoria escolar resulta extraño] su experiencia escolar en el
colegio La Salle y en el Mariscal Domingo Nieto, y su experiencia docente con
los Hermanos Maristas del Callao y en los Reyes Rojos, de los cuales nos
hubiese gustado saber mucho más [2019: 120-124]).
Y hay otros cinco textos en los que
uno percibe que los autores no se sienten muy cómodos escribiendo relatos
autobiográficos sobre esa etapa de sus vidas y disfrutan más escribiendo
ficción, aun cuando, como señalan los más experimentados, un escritor no debe
desperdiciar oportunidades para conseguir lectores.
Eso ocurre en los textos «A La
Glorieta me voy», de Cesáreo Martínez; «Los poetas también van al colegio», de
Jorge Pimentel; «Mi infancia y mis colegios», de Juan Cristóbal; «De escuelas:
la mía… la tuya… la nuestra», de Augusto Higa; y «La escuela que hay en mí», de
Esther Castañeda.
Los textos están antecedidos de
doce fotos en blanco y negro del reconocido fotógrafo Herman Schwarz sobre
escuelas de zonas populosas del Perú del siglo XX, además de una presentación y
un prólogo.
En la presentación, Diana Amaya
explica que el libro es una coedición del Instituto de Pedagogía Popular y la
Casa de la Literatura, «en el marco de su exposición Maestros escritores.
Experiencias inspiradoras de literatura en la escuela», y propone una
clasificación de los textos «a partir de la memoria que enfatizan: comunidad,
rebeldía y voces de maestros» (2019: 23 y 24).
En el prólogo, Julio Dagnino
explica la intención de la revista Autoeducación, en donde se publicaron
antes esas memorias escolares: «ofrecer una alternativa al control cultural y
político que los grandes medios de comunicación privados buscan ejercer desde
sus redes hegemónicas de poder», y en ese propósito procedían «influidos por
Mariátegui» y Sartre (2019: 28), propósito que, además, de uno u otro modo, han
conseguido. Dagnino también hace comentarios halagüeños sobre cada una de las
catorce memorias escolares del libro con los cuales no siempre concuerdo.
El libro, por lo antedicho, sí vale
la pena de leer, aunque yo hubiera preferido que más de uno se explaye acerca
de su experiencia como profesor de escuela también. Otro mérito del libro es
que su edición es gratuita y de libre circulación; y para quienes estén
interesados en leerlo, pueden ingresar a la dirección electrónica siguiente: https://tinyurl.com/y8hpbplz
Y
después de la cuarentena que se vive en diferentes partes del mundo por la
pandemia del coronavirus, tal vez la escuela se reformule y no vuelva a ser la
misma de antes, y eso convertiría al libro reseñado además en un documento
arqueológico de tiempos escolares pasados.
Ojalá
que en otros países se animen también a compilar relatos autobiográficos como
estos, pues con la orientación debida se pueden obtener incluso mejores
resultados, y sería interesante, por ejemplo, poder leer las experiencias
escolares de escritores de Estados Unidos, España, México, Colombia, Chile,
Argentina, Bolivia y demás países hispanohablantes.
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Nota: La foto del libro, al inicio de esta entrada, fue tomada por Marco
Antonio Román Encinas.
Increible articulo. Realmente lo disfrute y me recordo por que me apasiona LA LECTURA. En realidad hace tiempo me sentia perdido, pero este tipo de articulos y especificamente un webinar gratis, me ayudaron a descubrir como leer mas rapido y vivir el estilo de vida que deseaba. Para los que tambien se sientan perdidos, pueden ver el entrenamiento gratuito aqui, espero que ayude a alguien. https://hotm.art/puPDkQ
ResponderBorrarTe agradezo por el comentario halagüeño.
BorrarSaludos cordiales