En el prólogo que escribe Alberto
Fuguet al libro El cadete Vargas Llosa, de
Sergio Vilela Galván, el autor chileno menciona que para saber si un escritor
hizo bien su trabajo y dejó un legado memorable y perdurable de obras literarias,
este debe pasar la «prueba de la blancura», que consiste en lo siguiente:
… Si el lector se hace
preguntas o, en casos extremos, siente la necesidad de ir a inspeccionar el
llamado sitio del suceso [narrado en una novela o mencionado en un poema, etc.],
entonces el autor podrá descansar tranquilo: hizo bien su trabajo. Transformó
todas esas mentiras (y toda esa verdad) en verdad (2003: 13).
Suena redundante decir que el más
importante poeta peruano: César Vallejo, al igual que Vargas Llosa en la novela,
logró pasar la prueba de la blancura en un campo más difícil: la poesía. Pero
en esta ocasión vale la pena redundar con el fin de poder mostrar un ejemplo
elocuente de lo que son capaces de suscitar los buenos escritores en sus
lectores.
Lo experimentado por Francisco
Izquierdo Ríos con relación a la poesía de César Vallejo es una buena muestra
de ello y se relata en el prólogo de su libro Cinco poetas y un novelista:
En
1946 viajé a Santiago de Chuco, como Jefe de la Sección de Folklore del
Ministerio de Educación, a recoger motivos populares en las multitudinarias
fiestas patronales del Apóstol Santiago el Mayor, que se llevan a cabo desde el
13 de julio hasta los primeros días de agosto. Dentro del fervor y colorido de
los festejos, de repente tomé conciencia de que me encontraba en la tierra del
poeta César Vallejo… y comencé a actuar… a entrevistar a sus parientes, a sus
amigos, a identificar los personajes, y paisajes en relación con su obra; en
suma, su pueblo natal y su impar creación literaria. Nombré el trabajo: Vallejo
y su tierra.
Fue
substancialmente el resultado de mi admiración por el genial poeta. Sin ninguna
otra pretensión.
…
Ahora,
después de muchos años vuelvo a publicarlo en este volumen, corrigiendo sólo
una que otra expresión y las inexplicables transcripciones erróneas de algunos textos…
(1969: 7).
En ese artículo: «César Vallejo y
su tierra», el escritor saposoíno refiere que en ese viaje de 1946 a Santiago
de Chuco se encontró, entre otros personajes, con el ciego Santiago. La descripción
que hace de aquel episodio es muy vívida y digna de reproducirse literalmente:
Las personas mayores
¿a qué hora volverán?
Da las seis el ciego Santiago
y ya está muy oscuro.
Exclama
Vallejo en la poesía III de Trilce.
¿El
ciego Santiago?
Me
informan que vive en la última casa del barrio de San José.
Lo
encuentro acurrucado en la vereda polvorienta de una casa cerrada, vestido de
harapos y con un ajado y descolorido sombrero de paño.
—Me
llamo Santiago Crebilleros Paredes —me dice, sin levantar la cabeza y con una
dolorosa humildad—. Nací el 23 de julio de 1870, en la noche del Alba del Apóstol
Santiago. Nací ciego.
Es
22 años mayor que Vallejo. Me cuenta que fue campanero, tocaba la «oración» en
las campanas de la iglesia y que ayudaba a oficiar misa al señor cura. Ahora
vive solo, sin familia, en esa casa ajena.
—¿Fue
usted amigo del poeta Vallejo?
—Del
poeta César… Sí… Era muy bueno.
—Él
le menciona en sus versos.
—Seguro…
Era muy bueno.
Este es el ciego Santiago al que Vallejo se refiere
también en la poesía «Enereida» de Los heraldos
negros.
Aun será año nuevo. Habrá
empanadas;
y yo tendré hambre, cuando
toque a misa
en el beato campanario
el buen ciego mélico con
quien
departieron mis sílabas
escolares y frescas
mi inocencia rotunda (1969:
17).
La narración de la escena continúa
en los siguientes términos:
El
ciego Santiago se torna hermético. Parece que no está con humor de hablar más…
La mañana es clara y el viento peina la rebelde cabellera de los eucaliptos de
las huertas. Bajo una mata de enredadera que trepa al techo de la casa,
descubro a una anciana, también acurrucada en harapos, como una vieja gallina
enferma. Me acerco a ella. Alza la cabeza, me mira apenas con sus ojillos
lacrimosos y casi cerrados por el tiempo. No me entiende. Es sorda…
Me
despido de Santiago Crebilleros, mientras él se rasca la axila, metiendo la
mano por la rota camisa… se trata quizá de un piojo… Me alejo así de una de las
criaturas impresionantes de la poesía vallejiana (1969: 18).
Considero que todos los autores
clásicos reúnen las cualidades para pasar la «prueba de la blancura» (no me
gusta el nombre, pero ayuda a identificar esa herramienta de evaluación), por
lo que sería un buen termómetro (aunque no el único, por cierto) para medir la calidad de
una obra literaria.
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Nota: La foto de
Francisco Izquierdo Ríos, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente
dirección electrónica: https://goo.gl/EoGDSq
Bibliografía
IZQUIERDO RÍOS,
Francisco. Cinco poetas y un novelista. Lima:
Talleres de Editorial Gráfica «Labor», 1969.
VILELA GALVÁN, Sergio. El cadete
Vargas Llosa. La historia oculta tras La ciudad y los perros. 2.a ed.
Santiago de Chile: Editori
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