En noviembre del 2024, salió el séptimo número de la revista literaria virtual Suplemesian, dirigida por el escritor colombiano Ricardo Arenas C., y en ella he publicado un texto de mi autoría titulado «El lamento de la feligresa» (ver páginas 13 al 16 en el siguiente enlace: https://tinyurl.com/4dbzy7pf).
El diseño de la revista está bien trabajado y cuenta con un fondo musical que la distingue del resto. A ello hay que añadir, como siempre lo remarco, que la publicación es de libre acceso y tiene una proyección internacional muy amplia, al contar con colaboradores de gran talento de diferentes países de Europa e Hispanoamérica.
Decidí incluir el texto en mención en este espacio virtual para que los seguidores de mi blog que no se hayan enterado de la noticia puedan disfrutarlo aquí también. Este es el microrrelato aludido:
El lamento de la feligresa
El cura Sebastián invitó a Teresa y Paulina, sus dos hermanas, a visitarlo a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de Kuntur Llacta, en los Andes del Perú. Y ellas decidieron quedarse en aquel lugar durante sus vacaciones de verano. Era grato para ellas, que querían mucho a su hermano y se sentían bendecidas con su vocación, ayudar en el registro de la secretaría de la Iglesia y poner en orden los documentos. También estaban encargadas de cerrar el templo sagrado en la tarde, luego de terminados los servicios religiosos.
A veces, las hermanas se ponían a charlar entre ellas mientras hacían sus deberes, e incluían ocasionalmente en sus conversaciones a Elba, la encargada de la limpieza, quien luego de barrer y trapear el local, al caer la tarde, se despedía de todos y se iba a su casa. Cierta vez, Elba les contó que tenía un novio agnóstico muy celoso de un pueblo vecino que pertenecía al Rotary Club y que los fines de mes venía a visitarla. Ella lo había aceptado con reparos por su religión y temía que no le fuera bien en el amor por esa razón.
Un día mientras Teresa y Paulina revisaban las naves de la iglesia antes de cerrar para ver si encontraban a algún menesteroso o alguna persona sin casa en algún rincón, la primera de ellas se topó con Teodoro, un vecino de la zona, arrodillado en una de las bancas, agachado y rezando muy concentrado. Teresa le hizo señas a Paulina y entre ambas se acercaron juntas para invitarlo a salir porque ya iban a cerrar las puertas del redil santo. Teodoro despertó de su ensimismamiento, se disculpó con las hermanas y se marchó despidiéndose cordialmente de ellas. Al salir, hincó una rodilla en la puerta mirando hacia el altar, se persignó y luego se fue de allí.
Cuando ya no hubo nadie dentro, las hermanas apagaron las velas encendidas y cerraron los portones de madera enormes, luego pusieron la tranca y le echaron llave. Enseguida fueron a la sacristía para salir por la puerta que allí había e ir a la casa parroquial en donde descansarían de su jornada. Pero fue en ese momento que escucharon un fuerte llanto de mujer desconsolada, un llanto muy triste y lastimero. Se asustaron porque pensaron que algo malo le pasaba a aquella feligresa.
Regresaron a prender un par de velas y revisar banca por banca cada rincón de la iglesia hasta llegar a la puerta de nuevo y no encontraron a nadie. Se separaron para retornar por las naves laterales y ver si encontraban a alguien entre los confesionarios y la pila del agua bendita, pero fue en vano. Cuando estaban llegando al altar de nuevo, escucharon otra vez el sollozo inconsolable de la mujer, pero esta vez con más fuerza. Ambas se miraron asustadas, se dieron cuenta que el ruido venía del fondo donde ya habían revisado, se percataron que algo extraño estaba ocurriendo, y salieron corriendo por la puerta de la sacristía. Fueron al cuarto del padre Sebastián a contarle lo que estaba pasando y este les dijo:
—¿De qué están hablando? ¿Se han confundido o qué les pasó?
En eso, suena el teléfono y el padre Sebastián les dice que se esperen un momento y que le dejen contestar la llamada:
—Aló.
—…
—¡Oh, Dios mío!
—…
—¡Jesús, María y José!
—…
—Lo lamento mucho. Voy para allá —respondió compungido el padre Sebastián y colgó.
Sorprendidas por la que acababan de escuchar, las hermanas preguntaron al unísono:
—¿Qué pasó?
El padre muy apenado les contestó:
—Ocurrió una tragedia: Elba está agonizando en el hospital, la atropellaron a unas cinco cuadras de la iglesia, mientras cruzaba la pista nueva.
—¡Qué horror! —dijo Teresa angustiada.
—¡No puede ser! —musitó Paulina.
—Me pidieron que vaya a darle la extremaunción, está inconsciente y agonizando. Ustedes quédense aquí, no es conveniente que me acompañen en el estado en que se encuentran.
Cuando el padre se marchó y cerró la puerta, las hermanas recordaron el lamento de la feligresa y otra vez sintieron que algo extraño estaba ocurriendo, se persignaron y se pusieron a rezar el rosario.
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Nota: La foto, al inicio de esta entrada, fue tomada de la siguiente dirección electrónica: https://tinyurl.com/yj8yarup
Referencias bibliográficas
ROMÁN ENCINAS, Marco Antonio. «El lamento de la feligresa». En Suplemesian. N° VII, noviembre del 2024, pp. 13 al 16. Consultado el 10 de diciembre del 2024 en https://tinyurl.com/4dbzy7pf