Como ya he escrito varios posts que ofrecen al lector estrategias para encarar los libros, quería mostrarles cómo ponía yo en práctica algunas de ellas. El artículo que incluyo luego de estas palabras preliminares lo escribí en mi etapa universitaria para uno de los cursos que llevaba en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Posteriormente, fue publicado en el primer número de la revista Barro Pensativo (nombre tomado de un verso del poema «Los dados eternos» de César Vallejo), aunque le hice algunos cambios y añadidos. Fue un ejercicio muy provechoso, pues mi objetivo estaba dirigido a detectar la idea o ideas ocultas en el follaje del discurso literario de una novela.
Mientras leía a Milan Kundera, tomaba apuntes de los nombres de los personajes y de las ideas explícitas más importantes emitidas por ellos o por el narrador. Aunque ahora he adquirido la costumbre de anotar esos datos en las hojas en blanco que tienen los libros (lo cual es más efectivo, ya que puedes revisarlo en cualquier momento, si tienes el impreso a la mano), en aquel entonces lo hacía en una hoja aparte (poco práctico, si tenemos en cuenta que se puede perder; preferible, en todo caso, emplear las fichas de cartón, que también las he empleado en otras lecturas). Esta práctica permite hacer un seguimiento seguro de lo que el narrador quiso decir e incluso revisar la coherencia de su argumentación. Sin embargo, no todas las novelas se prestan a ello, sino solo las que combinan la acción con la reflexión.
Una recomendación de los lectores expertos que no pude aplicar en este texto (aunque sí en otros), en aquel entonces, fue el subrayado. La hermosa edición española de tapa dura y hojas blancas que tenía (y que la pueden ver en la foto) despertó una devoción tan grande en mí que no me atreví a rayarla. Ese respeto estéril e improductivo ya lo perdí del todo, y aunque son pocos los libros nuevos que compro (la mayor parte de mis adquisiciones son de segunda, tercera, etc.), lo primero que hago al conseguir uno es leer el prólogo o la introducción con el lápiz en la mano para subrayar sin contemplaciones.
La feliz mezcla de historia novelesca con cavilaciones emparentadas con el género ensayístico hace de La inmortalidad, de Milan Kundera, un texto adecuado para el ejercicio especulativo. Así que ese será nuestro propósito en las siguientes líneas.
Para ello, nos valdremos de la versión castellana de esta novela publicada por RBA Editores, en el año1993 (ver bibliografía). En adelante, todas las citas de este libro provendrán de esta edición, y solo indicaremos la página de procedencia. Un estudio verdaderamente serio de esta obra tendría que recurrir al texto original escrito en checo. No es esa nuestra intención.
En la novela hay una idea central que aparece en boca de Paul y que surge producto de una conversación sostenida con Agnes: «...Es el individualismo de nuestro tiempo» (p. 41). De esta frase se deduce sin mayor esfuerzo que la época en que viven los personajes se caracteriza por el individualismo. Pero las diferentes formas de concebir este término son cuestionadas por el narrador y descartadas por una noción distinta que mencionaremos al final del texto.
Primero centra su ataque hacia la idea más común que se tiene acerca de la individualidad, la forma externa que marca la diferencia entre uno y otro: «el rostro».
«Pero cuando tienes juntos doscientos veintitrés rostros, de pronto comprendes que todo no es más que un rostro en muchas variantes y que jamás existió individuo alguno» (p. 41). Nada nos puede asegurar que el rostro que poseemos nos estaba predestinado de antemano, y si ahora tengo este rostro, como pude haber tenido cualquier otro, entonces no hay un fundamento válido para sostener que el rostro establece nuestra individualidad. La regla que rige la obtención de un rostro predeterminado reproduce la misma regla que nos lleva a conseguir un determinado nombre: «la casualidad».
Por lo tanto, todos somos iguales mientras no se nos pruebe lo contrario, pero, claro, «ante la inmortalidad no hay igualdad entre las personas» (p. 61), por una sencilla razón: no cualquier persona ingresa al círculo de la inmortalidad (entendida por el narrador como fama o prestigio), y aun dentro de este círculo existen jerarquías: «Tenemos que diferenciar la denominada pequeña inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes lo conocieron..., de la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció personalmente» (p. 61). Y también existe la «inmortalidad ridícula» (p. 63). De las tres, únicamente a la segunda le está reservada ingresar al «Templo de la Fama» (p. 60).
Otra idea que establece la noción de individualidad se refiere a la «esencia del yo». El narrador la intenta destruir mediante la siguiente reflexión: «Hay dos métodos para cultivar la unicidad del yo: el método de la suma y el método de la resta. Agnes le resta a su yo todo lo que es externo y prestado, para aproximarse así a su pura esencia (el riesgo consiste en que al final de cada resta acecha el cero). El método de Laura...: para que su yo sea más visible, más aprensible... le añade cada vez más y más atributos y procura identificarse con ellos (con el riesgo de que bajo los atributos sumados se pierda la esencia del yo)» (p. 120).
Un hecho importante en el conocimiento de la noción de individuo lo marca la aparición, en el escenario mundial, de la «imagología», principalmente porque ella ha descubierto que «nuestro yo es una mera apariencia (...) que la única realidad... es nuestra imagen a los ojos de los demás» (p. 152). Ni siquiera uno mismo es dueño de su imagen: «primero intentas dibujarla tú mismo, después quieres al menos influir en ella y controlarla, pero en vano: basta con una frase malintencionada y te conviertes para siempre en una caricatura tristemente simple» (p. 152). La imagología, pues, sustenta sus acciones en la imagen; su naturaleza misma la ha convertido en una figura omnímoda y todopoderosa.
La imagología no es un fenómeno casual. Ha habido en el mundo una «gradual, general y planetaria transformación de la ideología en imagología» (p. 136). Y esto sucedió porque las ideologías estaban muriendo. En el mundo iban dejando de ser creíbles sus planteamientos, sus interpretaciones de la realidad: su cosmovisión estaba cernida por un tamiz doctrinal, pero «la realidad era más fuerte que la ideología. Y precisamente en este sentido la imagología la superó: la imagología es más fuerte que la realidad» (p. 137).
Una vez realizado el desenmascaramiento de estas ideas que pretenden demostrar la noción de individuo y que se muestran defectuosas, se procede luego a proponer cuál es el elemento que sí es válido y que nos puede llevar a concebir nuestra individualidad como tal: «En la convicción de que el amor nos hace inocentes radica la originalidad del derecho europeo y su teoría de la culpabilidad» (p. 229). A partir de este dato, el narrador establece que el hombre es un «homo sentimentalis» (p. 228).
«El homo sentimentalis no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento» (p. 230). Y esto da pie para poder afirmar que «la base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento que es el más básico de todos los sentimientos... En un sufrimiento fuerte, el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo mismo» (p. 239). Como podemos ver, el sufrimiento nos vuelve sobre nuestra propia individualidad, y la establece, porque nos sumerge en su atmósfera, nos atrapa y no nos suelta hasta hallarle un remedio; solo cuando logramos acallar nuestro sufrimiento recuperamos nuestra no-individualidad: «el sufrimiento no sólo es la base del yo, su única prueba ontológica indudable, sino que es también de todos los sentimientos el que merece mayor respeto: el valor de todos los valores» (p. 239).
Luego de lo ya expuesto, podemos afirmar (siempre dentro del universo narrativo planteado por el narrador) que la individualidad la establece, en vida, el sufrimiento y, en la muerte, la inmortalidad.
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Nota: Foto digital del libro La inmortalidad, de Milan Kundera, tomada por Marco Antonio Román Encinas.
Bibliografía
KUNDERA, Milan. La inmortalidad. Barcelona: RBA Editores, 1993.
Mientras leía a Milan Kundera, tomaba apuntes de los nombres de los personajes y de las ideas explícitas más importantes emitidas por ellos o por el narrador. Aunque ahora he adquirido la costumbre de anotar esos datos en las hojas en blanco que tienen los libros (lo cual es más efectivo, ya que puedes revisarlo en cualquier momento, si tienes el impreso a la mano), en aquel entonces lo hacía en una hoja aparte (poco práctico, si tenemos en cuenta que se puede perder; preferible, en todo caso, emplear las fichas de cartón, que también las he empleado en otras lecturas). Esta práctica permite hacer un seguimiento seguro de lo que el narrador quiso decir e incluso revisar la coherencia de su argumentación. Sin embargo, no todas las novelas se prestan a ello, sino solo las que combinan la acción con la reflexión.
Una recomendación de los lectores expertos que no pude aplicar en este texto (aunque sí en otros), en aquel entonces, fue el subrayado. La hermosa edición española de tapa dura y hojas blancas que tenía (y que la pueden ver en la foto) despertó una devoción tan grande en mí que no me atreví a rayarla. Ese respeto estéril e improductivo ya lo perdí del todo, y aunque son pocos los libros nuevos que compro (la mayor parte de mis adquisiciones son de segunda, tercera, etc.), lo primero que hago al conseguir uno es leer el prólogo o la introducción con el lápiz en la mano para subrayar sin contemplaciones.
La feliz mezcla de historia novelesca con cavilaciones emparentadas con el género ensayístico hace de La inmortalidad, de Milan Kundera, un texto adecuado para el ejercicio especulativo. Así que ese será nuestro propósito en las siguientes líneas.
Para ello, nos valdremos de la versión castellana de esta novela publicada por RBA Editores, en el año1993 (ver bibliografía). En adelante, todas las citas de este libro provendrán de esta edición, y solo indicaremos la página de procedencia. Un estudio verdaderamente serio de esta obra tendría que recurrir al texto original escrito en checo. No es esa nuestra intención.
En la novela hay una idea central que aparece en boca de Paul y que surge producto de una conversación sostenida con Agnes: «...Es el individualismo de nuestro tiempo» (p. 41). De esta frase se deduce sin mayor esfuerzo que la época en que viven los personajes se caracteriza por el individualismo. Pero las diferentes formas de concebir este término son cuestionadas por el narrador y descartadas por una noción distinta que mencionaremos al final del texto.
Primero centra su ataque hacia la idea más común que se tiene acerca de la individualidad, la forma externa que marca la diferencia entre uno y otro: «el rostro».
«Pero cuando tienes juntos doscientos veintitrés rostros, de pronto comprendes que todo no es más que un rostro en muchas variantes y que jamás existió individuo alguno» (p. 41). Nada nos puede asegurar que el rostro que poseemos nos estaba predestinado de antemano, y si ahora tengo este rostro, como pude haber tenido cualquier otro, entonces no hay un fundamento válido para sostener que el rostro establece nuestra individualidad. La regla que rige la obtención de un rostro predeterminado reproduce la misma regla que nos lleva a conseguir un determinado nombre: «la casualidad».
Por lo tanto, todos somos iguales mientras no se nos pruebe lo contrario, pero, claro, «ante la inmortalidad no hay igualdad entre las personas» (p. 61), por una sencilla razón: no cualquier persona ingresa al círculo de la inmortalidad (entendida por el narrador como fama o prestigio), y aun dentro de este círculo existen jerarquías: «Tenemos que diferenciar la denominada pequeña inmortalidad, el recuerdo del hombre en la mente de quienes lo conocieron..., de la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció personalmente» (p. 61). Y también existe la «inmortalidad ridícula» (p. 63). De las tres, únicamente a la segunda le está reservada ingresar al «Templo de la Fama» (p. 60).
Otra idea que establece la noción de individualidad se refiere a la «esencia del yo». El narrador la intenta destruir mediante la siguiente reflexión: «Hay dos métodos para cultivar la unicidad del yo: el método de la suma y el método de la resta. Agnes le resta a su yo todo lo que es externo y prestado, para aproximarse así a su pura esencia (el riesgo consiste en que al final de cada resta acecha el cero). El método de Laura...: para que su yo sea más visible, más aprensible... le añade cada vez más y más atributos y procura identificarse con ellos (con el riesgo de que bajo los atributos sumados se pierda la esencia del yo)» (p. 120).
Un hecho importante en el conocimiento de la noción de individuo lo marca la aparición, en el escenario mundial, de la «imagología», principalmente porque ella ha descubierto que «nuestro yo es una mera apariencia (...) que la única realidad... es nuestra imagen a los ojos de los demás» (p. 152). Ni siquiera uno mismo es dueño de su imagen: «primero intentas dibujarla tú mismo, después quieres al menos influir en ella y controlarla, pero en vano: basta con una frase malintencionada y te conviertes para siempre en una caricatura tristemente simple» (p. 152). La imagología, pues, sustenta sus acciones en la imagen; su naturaleza misma la ha convertido en una figura omnímoda y todopoderosa.
La imagología no es un fenómeno casual. Ha habido en el mundo una «gradual, general y planetaria transformación de la ideología en imagología» (p. 136). Y esto sucedió porque las ideologías estaban muriendo. En el mundo iban dejando de ser creíbles sus planteamientos, sus interpretaciones de la realidad: su cosmovisión estaba cernida por un tamiz doctrinal, pero «la realidad era más fuerte que la ideología. Y precisamente en este sentido la imagología la superó: la imagología es más fuerte que la realidad» (p. 137).
Una vez realizado el desenmascaramiento de estas ideas que pretenden demostrar la noción de individuo y que se muestran defectuosas, se procede luego a proponer cuál es el elemento que sí es válido y que nos puede llevar a concebir nuestra individualidad como tal: «En la convicción de que el amor nos hace inocentes radica la originalidad del derecho europeo y su teoría de la culpabilidad» (p. 229). A partir de este dato, el narrador establece que el hombre es un «homo sentimentalis» (p. 228).
«El homo sentimentalis no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento» (p. 230). Y esto da pie para poder afirmar que «la base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento que es el más básico de todos los sentimientos... En un sufrimiento fuerte, el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo mismo» (p. 239). Como podemos ver, el sufrimiento nos vuelve sobre nuestra propia individualidad, y la establece, porque nos sumerge en su atmósfera, nos atrapa y no nos suelta hasta hallarle un remedio; solo cuando logramos acallar nuestro sufrimiento recuperamos nuestra no-individualidad: «el sufrimiento no sólo es la base del yo, su única prueba ontológica indudable, sino que es también de todos los sentimientos el que merece mayor respeto: el valor de todos los valores» (p. 239).
Luego de lo ya expuesto, podemos afirmar (siempre dentro del universo narrativo planteado por el narrador) que la individualidad la establece, en vida, el sufrimiento y, en la muerte, la inmortalidad.
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Nota: Foto digital del libro La inmortalidad, de Milan Kundera, tomada por Marco Antonio Román Encinas.
Bibliografía
KUNDERA, Milan. La inmortalidad. Barcelona: RBA Editores, 1993.
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