HUANAY,
Julián.
Lima:
Casa de la Cultura del Perú, 2.a ed., 1969.
Hace unos diez años atrás compré
este libro no porque me urgiera leerlo, sino porque sentía que era conveniente hacerlo,
debido a que era una obra que prácticamente ya pertenece al canon de la literatura
peruana (hay que recordar que es la Casa de la Cultura del Perú la que publicó
la segunda edición de esta novela, es decir, una institución del Estado peruano),
e incluso algunos profesores por iniciativa propia o institucional la han
incluido en su plan lector.
Pero, en mi caso, había una razón
más para leerlo: por la información de la contraportada, en donde se indica lo
siguiente: «Julián Huanay Raimondi nació el año 1907 en el pueblo Leonor
Ordóñez, Provincia de Jauja, Departamento de Junín».
En la contraportada había más datos
sobre la biografía de este escritor peruano, pero a mí me llamó la atención que
haya nacido en Leonor Ordóñez, porque aquel fue el pueblo donde mis padres se
casaron. Y como la historia está ambientada en diversas localidades del
departamento de Junín, eso lo hacía conveniente para mí leerlo algún día.
Pero como tenía en espera muchos
otros libros que leer (y no solo obras literarias), fui postergando esa lectura
hasta que aquel día esperado llegó y fue en este año. Estaba escribiendo una
novela corta ambientada en Junín y necesitaba información al respecto, así que
leí El retoño y no me arrepentí.
Es una novela que se puede leer
fluidamente y en poco tiempo. Ello a pesar de que el autor era chofer y
dirigente sindicalista, y solo posteriormente se convirtió en periodista y
escritor. En una entrevista a Miguel Arribasplata, reproducida en el portal
Librosperuanos.com, este afirma que la esposa de Julián Huanay, Carmen
Iturrizaga, le corregía sus cartas y escritos (véase: https://tinyurl.com/y2pja8s9),
algo que resulta creíble y posible.
Al comenzar a leer el libro, tuve la
falsa impresión de que sería soso y parecido a Aves sin nido, de
Clorinda Matto de Turner, pero no, este estaba mejor escrito, y sorprende, por
momentos, la fuerza expresiva de algunas líneas. Se trata en realidad del testimonio
de vida de un niño de once años: Juan Rumi, quien abandona su casa, en donde vivía
con su tía porque sus padres habían muerto, para viajar a Lima (pp. 12-14).
Dicho viaje a la capital del Perú
lo logra al final de la novela, aunque para ello ha pasado por una serie de
peripecias, la mayoría de las cuales fueron poco agradables, como la de
contraer enfermedades por estar mal alimentado, entre ellas, la bronconeumonía,
el descargue («Hemorragia nasal provocada por insolación» [p. 94]), el
paludismo y la anemia.
El primer viaje de Juan Rumi lo
realiza sin planearlo a La Oroya: unos arrieros que lo encontraron (ayudados
por sus perros) lo llevaron hasta allí. Ellos se compadecieron de su situación,
pues estaba viviendo solamente con una tía, porque era huérfano y sus padres
habían muerto un año antes, y por eso se estaba escapando de su casa (pp.
16-17).
En La Oroya, encontró a don Andrés
en la fundición, en donde este trabajaba, cuando se metió allí para buscar un
refugio donde dormir y protegerse del frío de la noche. Don Andrés lo llevaría luego
a su cuarto, y buscaría infructuosamente conseguirle un empleo en la fundición
(pp. 22-24).
Como Juan Rumi le contó a don Andrés
que quería viajar a Lima, este le recomendó que antes de ir a la capital del Perú
fuera a Morococha para conseguir dinero allí trabajando y después recién se
dirigiera a Lima. Y así lo hizo Juan Rumi (p. 25).
En el camino a la estación, donde
don Andrés le aconsejó ir para conseguir dinero, conoció a Pedro y a Nico, quienes
le enseñaron a ganarse unos soles cargando los equipajes de los viajeros extranjeros
y locales del tren. A ellos también les comunicó Juan Rumi su deseo de viajar a
Lima (pp. 31-37).
Y estos le dijeron que don Julio lo
llevaría gratis a Morococha, en el camión que manejaba, si le lloraba diciéndole
que estaba solo y que su mamá estaba enferma en aquel lugar y deseaba ir a
verla (p. 39), pero antes fueron a la panadería para descansar allí y tomar el
desayuno de la mañana (p. 47-52).
Cuando Juan Rumi llegó a Morococha, se alojó en el cuarto del primo de don Andrés, que se llamaba Pedro Huayta, «barrenero en Alejandría [mina de Morococha]» (p. 38). Este le ayudó a conseguir un empleo en la mina como pallaquero («El que trabaja escogiendo minerales» [p. 37]) (pp. 57-65).
Cuando Juan Rumi llegó a Morococha, se alojó en el cuarto del primo de don Andrés, que se llamaba Pedro Huayta, «barrenero en Alejandría [mina de Morococha]» (p. 38). Este le ayudó a conseguir un empleo en la mina como pallaquero («El que trabaja escogiendo minerales» [p. 37]) (pp. 57-65).
Pero Juan Rumi se enfermó pronto,
le dio «costao» («bronconeumonía») y casi se muere (pp. 66 y 67). Don Pedro
Huayta habló entonces con Esteban para que lo llevara a Lima. Sin embargo,
antes de que ello ocurriera, trabajó de capachero, y fue el Tuco quien le enseñó
esa labor. El Tuco trabajaba en Matalma, un lugar muy peligroso y en donde solo
laboraban los obreros antiguos (p. 75). Uno de los capacheros le contó a sus
compañeros de trabajo la historia de Flavio Huallpa y el muqui, que por su
interés reproduzco a continuación:
«Ahora
años, esta mina lo trabajaba por contrata don Flavio Huallpa. Tenía dos peones.
Y por las noches, cuando ellos se iban, se quedaba trabajando solito hasta media
noche, y después se quedaba a dormir. Solo una o dos veces al mes salía para ir
a su casa. Su hijo, un chiuchecito bien retaco y bien pendejo, le traía la
comida todos los días. Pero don Flavio, por más que trabajaba como un burro,
nunca ganaba mucho. Siempre encontraba buenas vetas, pero allí nomás se perdía.
Pero
un día que estaba saliendo a almorzar, oyó que su hijo se estaba riendo y
correteaba. Entonces salió despacio para ver con quien estaba jugando, pero
cuando llegó encontró a su hijo solito. Entonces le preguntó con quien [sic]
estaba jugando, y su hijo le dijo que siempre jugaba con otro chiuche que,
apenas él llegaba, se metía adentro, a la mina.
Entonces
don Flavio se dio cuenta de que ese era el Muqui. ¡Con razón —se dijo— ya no
gano plata! Rápidamente se fue a su casa a buscar una soga de cerda, porque al
Muqui no se le puede amarrar sino con soga de cerda de caballo, porque hasta el
alambre lo rompe bien fácil. Cuando regresó con la soga, le dijo a su hijo: Oye
agarra esta soga, y cuando viene a jugar ese otro chiuche, lo amarras en un
descuido y no lo sueltas hasta que yo llegue.
Al
otro día, cuando el Muqui fue a jugar, el chiuche lo amarró en un descuido y
por más que el Muqui se revolcaba y le rogaba, el muchacho no lo soltó. Cuando salió
su papá a almorzar y lo encontró al Muqui amarrao, se lo llevó cargado adentro
de la mina y allí dice que hicieron un pacto para que le diera bastante
mineral. El diablo, para que lo soltara, tuvo que aceptar nomás. Desde ese día
don Flavio comenzó a ganar plata como cancha, pero de nada le sirvió porque
todo se lo emborrachaba, hasta que se murió».
Desde
esa vez la mina ha estao cerrada. Después, cuando lo han vuelto a trabajar, lo
primero que han hecho es hacer secar todas las lagunitas y derramar bastante
agua bendita porque dicen que en algunas lagunitas viven los muquis (pp. 78 y 79).
Vizcacha, por su parte, reta al
Tuco a ir a Matalma sin luz, y muere en el intento (pp. 79 al 82). En su viaje
a Lima, alguien preguntó al chofer, llamado Esteban, a dónde iba el niño y este
le dijo que para Lima.
Entonces, el curioso le ofreció
dinero al chofer para quedarse con Juan Rumi, y aquel aceptó el trato. A Juan
Rumi lo llevaron a la hacienda Montesclaros a pañar algodón (p. 87). Allí
contrajo el paludismo y lo llevaron a un hospital de Lima: el Dos de Mayo,
donde intentaron curarlo (pp. 101 al 107).
El médico le dijo que tenía anemia
y estaba muy débil, y le recetó algunas medicinas. Al salir de su consultorio y
dirigirse a las rejas del hospital, ya no estaba el camión que lo había traído
ni los otros peones que se habían bajado con él. La novela termina con Juan
Rumi de pie «en el umbral de la puerta del hospital 2 de Mayo».
Este es un libro que vale la pena
leer, sobre todo por quienes viven en la sierra central y han trabajado o
trabajan en una mina o tienen familiares que han pasado por esa experiencia,
como es mi caso. Algunos críticos la consideran como una novela minera y otros
como la primera novela proletaria escrita en el Perú por un obrero.
Y concuerdo con Carlos Villanes
Cairo, cuando señala en la introducción a una edición española de la novela El
retoño, que hay una «mirada optimista» (1989: 20) en la manera en que el protagonista
se enfrenta a las adversidades de la vida y logra de uno u otro modo sus propósitos,
entre ellos el principal: llegar a Lima; algo inusual en un escritor de orientación
socialista (como gustan de llamarse) o comunista (como no gustan de llamarse
por razones tácticas, según señala Mariátegui* [2016: 35]).
Y todo ello ocurre en medio de la
adversidad de tener que trabajar para comer en medio de condiciones inadecuadas
e incluso hostiles en algunos casos. Situaciones
sobre las que Juan Rumi toma nota, pero que no lo llenan de amargura o rencor, sino,
por el contrario, se convierten en fuente de aprendizaje para enfrentar con
mejores resultados los vaivenes de la vida. Hay que recordar además que, si el
protagonista no se hubiera escapado de su casa, no hubiera tenido que recurrir
a trabajar en las minas para sobrevivir.
A este
respecto, y aquí hago una pequeña digresión, me sorprende la semejanza de la
historia de Juan Rumi con la de la etapa de juventud de mi padre (y por eso creo
en su realismo), quien también trabajó en una mina en Morococha y en una
hacienda (en Cañete), pañando también el algodón. Y esa es otra de las razones por las que me despierta simpatía esta
novela de Julián Huanay, a pesar de los gazapos encontrados en su construcción,
algunos de los cuales vamos a mencionar a continuación.
Primer gazapo, Pedro le dijo a Nico
y a Juan Rumi que el viernes doña Juanita no hacía olluquito, pero fue un
viernes que se acercan donde doña Juanita, le piden olluquito y resulta que sí
tenía dicho plato y les sirve olluquito. Parece un descuido del escritor (p.
32).
Segundo gazapo, en el libro aparece
escrita la siguiente frase: «Cada vez que intentaba llorar, me daban ganar de
reir» (p. 41); la cual debió escribirse así: «Cada vez que intentaba llorar, me
daban ganas de reír».
Tercer gazapo, en el libro aparece
escrita la siguiente frase: «Eran hombres diferentes a los alegres campesinos
de mi tierra, a pesar que ellos también eran de esos lugares» (p. 18); la cual
debió escribirse así: «Eran hombres diferentes a los alegres campesinos de mi
tierra, a pesar de que ellos también eran de esos lugares».
Cuarto y quinto gazapo, el «a pesar
que» en lugar del «a pesar de que» también aparece en las páginas 97 («Vacilaba
y no me atrevía a comprar a pesar que la boca se me hacía agua») y 99 («Al día
siguiente fui al trabajo, a pesar que todavía me sentía mal»).
Sexto gazapo, el autor de El retoño
es de filiación socialista o comunista y se propuso, sin duda, en este
libro criticar ferozmente al «capitalismo yanqui», pero solo llega a ese
extremo en la descripción de la fundición a donde va a buscar empleo Juan Rumi,
lugar que es descrito por el narrador como una fuerza negativa, al que se
intenta satanizar, y que ha afectado el ambiente y a la población de la zona.
Esto se puede observar en las siguientes líneas:
Sin
haber podido saciar la sed que me atormentaba continué hasta encontrar algunos
hombres vestidos con overoles negruzcos. Esos hombres llevaban la cabeza baja y
las manos en los bolsillos para protegerse del frío. Caminaban con pasos lentos
e indecisos como si llevaran una pesada carga sobre sus espaldas. Tenían los ojos
inyectados y los labios morados; la mirada turbia y los ademanes cansados. Eran
hombres diferentes a los alegres campesinos de mi tierra, a pesar [sic]
que ellos también eran de esos lugares. Es que los humos de la fundición, y el
trabajo rudo, los habían castigado cruelmente (1969: 18).
Pero lo que nos hace considerar como
forzada esa descripción es que, líneas más adelante, el narrador muestra a
don Andrés, quien trabaja en la fundición, como alguien normal que en su tiempo
libre juega briscán con su compañero de cuarto, y no como alguien castigado por
los «humos de la fundición».
Y otra escena que también
contradice la negatividad con que es descrita la fundición es la siguiente: «En
una larga banca de madera habían [sic] varios muchachos que también
buscaban trabajo» (p. 24) en esa fundición como Juan Rumi. Es decir, para esos
muchachos, la fundición no era el infierno que el narrador pinta ni algo
indeseable, sino un espacio que ofrecía la oportunidad de trabajar y, por
tanto, deseado y anhelado.
Y no solo eso, cuando el encargado
de contratar personal en la fundición les grita al salir de su oficina: «¡No hay
trabajo!» y se marcha, don Andrés, quien fue a interceder por Juan Rumi para
conseguirle un empleo, quiso alcanzarlo para insistirle en ello (p. 24). Pero
hay más. Lo que le dice don Andrés a Juan Rumi luego de que todo eso ocurriera
confirma que ese lugar y ese empleo eran deseados y anhelados:
—Ya
te has fregado cholito —me dijo—. No hay trabajo. Ahora tendrás que esperar
hasta la otra semana, pero como hay tantos muchachos, seguramente recibirán
primero a los más antiguos. Mejor es que te vayas a Morococha, a las minas.
Allá sí hay trabajo en las canchas. Por ahora, si quieres ganarte algo —continuó—
te vas a la estación, y cuando llega el tren le dices a los pasajeros: señor, le
llevo la maleta. Pero mejor buscas a los gringos y a los futres, ésos pagan
bien… (p. 25).
Y en la descripción de la mina de
Morococha, el narrador ya no la sataniza, no se sabe si porque no la considera
como una fuerza negativa como la fundición de La Oroya o porque se olvidó de demonizarla.
Lo que sí muestra es la impiedad de la naturaleza, a través del frío de las
noches de Morococha (que no permite a Juan Rumi trabajar de pallaquero), y en
donde no ejerce ningún poder el hombre, como se puede observar en la siguiente
cita:
Me
puse en cuclillas y comencé a escoger los metales. En esa posición trabajé una
hora más o menos, pero no pude resistir más tiempo. Entonces me arrodillé como
los demás, y seguí trabajando. Pero de rato en rato tenía que levantarme
obligado por un agudo dolor que sentía en la cintura. Así continué hasta mediodía,
hora en que, recostado junto a una delgada acequia, comí el fiambre que había
llevado.
Por
la tarde la nieve comenzó a caer copiosamente y a posarse con suavidad de
plumas, sobre mi aterido cuerpo. Todos los pallaqueros nos habíamos cubierto
con mantas que sacudíamos a cada instante para evitar que la nieve se acumulara.
Los dedos de las manos se me habían puesto rojos por el continuo roce con los
trozos de metal llenos de aristas, y parecían que iban a reventar en sangre.
Con terror me di cuenta [sic] que los dedos se me agarrotaban y no podía
seguir trabajando. En ese momento me acordé de las palabras de don Pedro: No
vas a poder ni limpiar tu moco, me había dicho el día anterior, y era cierto.
La nariz me destilaba abundantemente y apenas podía limpiármela con el dorso de
la mano. Tal era el terrible frío que azotaba aquel lugar (pp. 62 y 63).
Otro detalle a tener en cuenta al respecto
es que la enfermedad más grave que contrae Juan Rumi trabajando en una mina de
Morococha fue el «costao» o bronconeumonía, causado no por algún tipo de contaminación
proveniente de la mina, sino por el clima intensamente frío de la zona.
Por último, la visión optimista que
opera como un eje transversal a lo largo del libro, también es contraria a esa
intención de la literatura socialista o comunista de envilecer y despreciar
toda actividad empresarial o emprendedora.
Una cualidad del libro digna de
resaltar es que el autor ha incorporado en su relato varios términos y giros de
la sierra central del Perú, y algunos que se emplean también en la Lima urbano
marginal como los siguientes:
- Chiuche: «Niño de 8 a 12 años, aproximadamente» (p. 22).
- Futre: El que va bien vestido y es atildado (p. 25).
- Fregao o fregado (p. 22): Arruinado física, económica o moralmente.
- Jodido (p. 22): Estropeado, dañado.
- Ñocos: «Tres pequeños huecos que hacen los niños en el piso para jugar bolas» (p. 29).
- Brequero (p. 29): Guardafrenos.
- Chiquillo (p. 29): Niño, muchacho.
- Gorrear (p. 31): Comer o vivir de gorra (a costa ajena).
- Vivanderas (p. 32): Persona que vende víveres.
- Olluquito (p. 32): Tubérculo, plato de comida preparado con ese tubérculo.
- Comeaguas (p. 33): «Personas que dejan de alimentarse por amarretes» (Villanes, 1989, p. 23).
- Tramposear (p. 34): Hacer trampas.
- Guagüita (p. 35): Niño recién nacido o de pocos meses y que todavía no camina.
-
Pendejo (p. 35): Astuto y taimado (ver DLE [Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española]).
- Pallaquero: «El que trabaja escogiendo minerales» (p. 37).
- Barrenero (p. 38): Operario que coloca los barrenos en las minas, en las canteras o en las obras de desmonte en roca (ver DLE).
- Cachuelo(s): «Trabajos de ocasión» (p. 38).
- Jumpe: «Neumoconiosis» (p. 46).
- Safar: «Terminar la construcción de una casa» (p. 46).
- Chakchar: «Masticar coca» (p. 47).
- Cotona (p. 48): Camiseta fuerte de algodón u otra materia (ver DLE).
- Serruchito (p. 49): «Serranito» (Villanes, 1989, p. 26).
- Terraplén (p. 56): «Desnivel con una cierta pendiente» (ver DLE).
- Cuneta (p. 56): «Zanja en cada uno de los lados de un camino o carretera para recibir las aguas llovedizas» (ver DLE).
- Rosteres (p. 58): «Horno donde se quema los minerales» (Villanes, 1989, p. 58).
- Briscán (p. 61): Juego de naipes.
- Fiambre (p. 61): alimento para llevar y comer en cualquier momento.
- Bicharra: «Fogón improvisado con piedras» (p. 61).
- Taita (p. 66): Padre de familia.
- Costao: «Bronconeumonía» (p. 66).
- Capachero (p. 68): «El que extrae metales del interior de una mina dentro de una bolsa de cuero o “capacho”» (ver DLE).
- Carburo (p. 69): Combinación del carbono con un metal (ver DLE).
- Capacho (p. 69): Recipiente parecido a la espuerta en que los albañiles llevan distintos materiales (ver DLE).
- Carrero (p. 71): «Carretero (hombre que guía el tiro de un carro» (ver DLE).
- Bichikuma: «Frase que usan los mineros para designar a los yankis» (p. 72).
- Lampero (p. 75): El que remueve la tierra con la lampa o trabaja con la lampa.
- Capachada (p. 75): «Lo que cabe en un capacho o capacha» (ver DLE).
- Muqui: «Pequeño diablo» (p. 78).
- Plata como cancha (p. 79): Mucho dinero.
- Trincar (p. 81): Tirar una moneda al aire y ver si cae en cara o sello.
- Zampar (p. 85): «Ponerse encima una prenda de vestir…» (Villanes, 1989, 26).
- La Parada (p. 86): Zona del distrito de La Victoria, en Lima, Perú, en donde, en sus inicios, estaba el paradero de los buses interprovinciales.
- Te has armao (p. 87): Tener buena fortuna por conseguir, por ejemplo, un trabajo relativamente bien remunerado.
- Paña: «Recojo de algodón» (p. 90).
- Chukcho: «Paludismo» (p. 90).
- Descargue: «Hemorragia nasal provocada por insolación» (p. 94).
- Quemao: «Infusión de café, ron y azúcar quemada» (p. 98).
- Callos: «Pulmones; estar enfermo de los callos; padecer tuberculosis pulmonar» (p. 103).
Otro detalle resaltable de El
retoño es el empleo del español andino peruano, que Gladys Merma Molina define
como «la variedad del español desarrollada en la región de los Andes del Perú en
contacto con las lenguas quechua y aimara» (2004: 193).
Esto se observa, por ejemplo, en la
siguiente oración: «—Bien hablador habías sido…» (p. 26), en donde se trastoca
el orden sintáctico que caracteriza al español estándar (SVO: sujeto, verbo y
objeto) por otro que imita la sintaxis del quechua (SOV: sujeto, objeto y
verbo) y por eso la oración citada finaliza con el uso de un verbo, en este
caso compuesto: «habías sido» (al respecto, véase lo señalado por
Merma Molina [2004: 206]).
Otro ejemplo del empleo del español
andino lo encontramos en este otro texto: «—Bueno pues cholito, anda con juicio
nomás. Te vas a llevar una encomiendita pa’ mi primo…» (p. 46), en donde se observa
el empleo recurrente del diminutivo, heredado también del quechua.
En conclusión, una obra que, a pesar
de las inconsistencias ideológicas del autor (el narrador, aunque es su voluntad
y deseo, no puede someterse a escribir una novela bajo la plantilla propuesta
por la literatura socialista o comunista [de corte maniqueísta: opresores y
oprimidos, explotadores y explotados, patrones y obreros, y buenos y malos], y que
trastoca su referente para que encaje en el molde de la lucha de clases), vale
la pena leer porque muestra la realidad de algunas localidades de la sierra de
Junín y de Lima, superando, sin proponérselo y sin ser consciente de ello, la
camisa de fuerza que le imponía la visión marxista de la historia.
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agrado o te ha sido útil, compártela con tus seres queridos.
_______________________________
* Al respecto, Mariátegui cuenta en El octavo ensayo lo siguiente: «Que
quede claro que José Carlos Mariátegui era definitivamente un comunista con
todas sus letras. Eudocio Ravines, en su libro La gran estafa, cuenta
que mientras discutían el nombre del partido que estaban por fundar en 1928,
Mariátegui le dijo: “Si le llamamos Comunista, la Policía nos va a perseguir
más. Si le llamamos Socialista, quizá nos persiga menos. A esto se reduce todo.
¿No le parece?”. José Carlos fue, pues, un comunista muy alejado de la
socialdemocracia, a la que cuestionó absolutamente en su obra En defensa del
marxismo. ¡Yerran completamente aquellos que quieren ver en Mariátegui a un
“socialista light” o a un socialdemócrata! No lo era.
»Sin embargo, su comunismo
era singular para Latinoamérica, en cuanto era mucho más cercano a las tesis
del ideólogo comunista italiano Antonio Gramsci que al ruso Lenin. Mariátegui
había sido muy influenciado por su experiencia italiana, donde fue testigo del
nacimiento del Partido Comunista italiano en Livorno. Prefería el camino
gramsciano de capturar el «sentido común» para orientar el pensamiento político
de determinada sociedad hacia una hegemonía de la izquierda para tomar el poder,
antes que la vía violenta de los bolcheviques de Lenin» (2015: 35). De lo
citado se deduce que, en el Perú, todo seguidor del pensamiento de Mariátegui (como
lo era el mismo Julián Huanay, recordemos que escribió también el libro Mariátegui
y los sindicatos [1956]) será necesariamente un comunista y no un
socialista, aunque decidan o prefieran llamarse así.
Nota: La foto,
al inicio de esta entrada, fue tomada por Marco Antonio Román Encinas.
Bibliografía
ARRIBASPLATA, Miguel. «El cholo Julián Huanay».
En Librosperuanos.com, 14 de marzo del 2008. Consultado el 25 de
septiembre del 2019 en https://tinyurl.com/y2pja8s9
CERRÓN-PALOMINO, Rodolfo. Castellano
andino. Aspectos sociolingüísticos, pedagógicos y gramaticales. Lima: Cooperación
Alemana al Desarrollo (GTZ) / Fondo Editorial de la PUCP, 2003.
MARIÁTEGUI, Aldo. El octavo ensayo. Lima:
Planeta, 2015.
MERMA MOLINA, Gladys. «Lenguas en contacto:
peculiaridades del español andino peruano. Tres casos de interferencia
morfosintáctica». ELUA. Estudios de Lingüística. N.º 18 (2004), pp.
191-211. Consultado
el 25 de septiembre del 2019 en https://tinyurl.com/yyuzqeyb
VILLANES CAIRO, Carlos. «Introducción». En Huanay,
Julián. El retoño. Madrid: Ediciones
de La Torre, 1989.
Consultado el 25 de septiembre del 2019 en https://tinyurl.com/y4bhzy5d