No he encontrado
todavía una descripción más vívida de la afición a leer de una persona que la
que cuenta Alberto Manguel en su Historia
de la lectura, acerca de cómo se
manifestaba esta en Jorge Luis Borges.
Cito al autor, a quien
le ocurrió la siguiente anécdota a los
dieciséis años, cuando trabajaba en Pygmalion, una de las tres librerías
angloalemanas de la Buenos Aires de 1964:
Cierta tarde entró en la librería
Jorge Luis Borges, acompañado por su madre, de ochenta y ocho años. Borges ya
era famoso, pero yo sólo había leído algunos, pocos, de sus poemas y relatos, y
no sentía una admiración incondicional por su obra. Borges estaba ya casi
completamente ciego, pero se negaba a usar bastón, y pasaba la mano por los
estantes como si pudiera ver los títulos con los dedos. Buscaba libros que le
ayudaran a estudiar anglosajón, su pasión del momento, y habíamos encargado
para él el diccionario de Skeat y una edición anotada de La batalla de Maldon. La madre de Borges se impacientó: «¡Ah, Georgie!»,
dijo. «¡No sé por qué perdés el tiempo con el anglosajón en lugar de estudiar
algo útil como el latín o el griego!». Finalmente Borges se volvió y me pidió
varios libros. Encontré algunos y tomé nota de los demás; y cuando ya se
disponía a marcharse, me preguntó si estaba ocupado por las noches, ya que
necesitaba (lo explicó excusándose mucho) alguien que le leyera, puesto que su
madre se cansaba enseguida. Le dije que estaba libre.
Durante los dos años siguientes
leí para Borges, como lo hicieron otros muchos conocidos casuales y
afortunados, por las noches o, si mis clases lo permitían, por las mañanas…
(1999: 33).
Las líneas transcritas
muestran casi una desesperación en Borges por encontrar alguien que le lea. Y
no es que no tuviera a nadie quien le hiciera ese favor, sino que simplemente una
sola persona no podía darse abasto para satisfacer su enorme voracidad lectora.
Las líneas que siguen
muestran cómo degustaba el oído de Borges las lecturas que le hacían y cómo
estas se convertían en una experiencia enriquecedora para él y para su lector
de turno:
En aquella salita, […] le leí a
Kipling, a Stevenson, a Henry James, diferentes artículos de la enciclopedia
alemana Brockhaus, versos de Marino, de Enrique Banchs, de Heine (aunque estos
últimos se los sabía de memoria, de manera que, cuando no había hecho más que
iniciar mi lectura, su voz vacilante me sustituía y seguía recitando; la
vacilación afectaba sólo a la cadencia, pero no a las palabras mismas, que
recordaba a la perfección). Muchos de aquellos autores yo no los había leído
antes, de manera que el ritual era bastante curioso. Yo descubría un texto
leyéndolo en voz alta, mientras Borges, por su parte, utilizaba los oídos como
otros lectores utilizan los ojos para recorrer la página en busca de una
palabra, de una frase, de un párrafo que confirme lo que recuerdan. Mientras leía, él me interrumpía a veces para
hacer un comentario sobre el texto, con el fin (creo yo) de tomar nota
mentalmente.
[…]
En otra ocasión (no consigo
recordar qué fue lo que me había pedido que leyera), Borges empezó a hacer una
antología improvisada con malos versos de autores famosos, entre los que
figuraban «El búho, pese a sus muchas plumas, tenía frío», de Keats; «¡Ah, mi
alma profética! ¡Mi tío!», de Shakespeare (A Borges la palabra «tío» le parecía
muy poco poética, una palabra impropia de Hamlet; él habría preferido «¡el
hermano de mi padre!» o «¡el familiar de mi madre!»); «No somos más que las
pelotas de tenis de las estrellas», de Webster en La duquesa de Malfi, y los dos últimos versos de Milton en El paraíso reconquistado: «Sin ser
visto, regresó privadamente al hogar, la casa de su madre», lo que (a juicio de
Borges) convertía a Jesucristo en un caballero inglés con sombrero hongo que
vuelve a casa de mamá para tomar el té.
A veces hacía uso de nuestras
lecturas para su propia escritura. Su descubrimiento de un tigre fantasmal en
«Los rifles del regimiento», que leímos poco antes de la Navidad, le llevó a
componer uno de sus últimos relatos, «Tigres azules»; «Dos imágenes en un
estanque», de Giovanni Papini, inspiró su «24 de agosto de 1984», una fecha que
por entonces aún pertenecía al futuro; lo mucho que le irritaba Lovecraft
(cuyos cuentos me hizo comenzar y abandonar media docena de veces) le hizo
crear una versión «corregida» de un cuento de Lovecraft y publicarlo en El informe de Brodie. A menudo me pedía
que escribiera algo en las guardas del libro que estábamos leyendo: la
referencia de un capítulo o una idea. Ignoro qué uso hacía de esas anotaciones,
pero el hábito e hablar de un libro a
sus espaldas también llegó a ser mío.
[…] Más que los textos que Borges
me hacía descubrir (muchos de los cuales se convirtieron a la larga en mis
preferidos), me subyugaban sus comentarios, que eran enormemente eruditos, pero
discretos, muy divertidos, a veces crueles y casi siempre indispensables. Yo
tenía la sensación de ser el singular propietario de una edición cuidadosamente
anotada, y preparada exclusivamente para mi uso. Eso, por supuesto, no era
cierto; yo era sencillamente (al igual que otros muchos) el cuaderno de notas
de Borges, un aidemémoire que el
hombre ciego necesitaba para recopilar sus ideas. Y yo estaba totalmente
dispuesto a ser utilizado (1999: 34-36).
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te ha agradado o te ha sido de alguna utilidad, compártela con tus seres
queridos.
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Nota: El dibujo de Borges, de Enmanuel Figueroa, al
inicio de esta entrada, se obtuvo de la siguiente dirección electrónica:
http://oyeborges.blogspot.com/p/artistas-amigos.html
Bibliografía
MANGUEL,
Alberto. Historia de la lectura. Bogotá,
Colombia: Editorial Norma, 1999.